Interesante reflexión que habréis oído infinidad de veces
aplicada a los servicios públicos. Y seguramente muchos estáis de acuerdo con
lo que expresa. Es posible que incluso lo hayáis planteado con otras palabras: “lo
que es gratis no merece la pena”. A mi parecer se trata de una falacia asentada
en la convicción de que siempre que se presta un servicio es preciso que exista
compensación económica a cambio y en la certeza, derivada de lo anterior, de
que es válida también para los servicios públicos. El problema es que la frase,
así aplicada, es una manera de inducirnos a pensar que la calidad de los
servicios públicos puede estar determinada por su coste o, lo que es lo mismo, que
si algo tiene un precio bajo es porque su calidad es inferior. Estos, en
materia de cultura, son axiomas al menos discutibles, del mismo modo que lo son
en el caso de la educación o de la sanidad.
Como veis, es posible inferir multitud de explicaciones a
partir del título del post. Seguro que todas tienen su parte de razón y seguro
que todas son en parte falsas. Yo no voy a evaluarlo en términos estrictamente económicos,
sino que intentaré hacer un análisis desde el punto de vista de los
museos públicos.
Cuando un servicio no funciona bien (o le parece a alguien
que es así), una de las soluciones más sencillas a adoptar es la emulación de fórmulas
de gestión que tienen éxito en otros lugares. Ya sea educación (¡el mejor
modelo es el finlandés!), sanidad (¡en EE.UU están pensando en aplicar el modelo
español de la seguridad social!), energía (¡los alemanes están apostando
por…!), tendemos a tratar de copiar remedios ya contrastados pero olvidando que
las soluciones a los problemas no son universales, como tampoco lo son las
sociedades y menos aún la solvencia de los políticos. Que otros apliquen un
modelo que les funciona bien no significa que sea mejor que lo que tenemos y
tampoco es cierto que las soluciones externas sean fácilmente aplicables en un
entorno diferente: en nuestro caso el español. Seguramente podrán servir de
inspiración, pero lo que está claro es que la simple imitación no es un remedio
magistral, sobre todo si no hacemos un análisis previo de los condicionantes y
de la viabilidad de lo que se quiere aplicar.
La reflexión sobre el cobro o gratuidad es un debate recurrente:
ejemplos recientes son la noticia
la gratuidad en el acceso al Museo Patio Herreriano a partir de 2017, este
reportaje sobre la cuestión, o más recientemente el
anuncio de la intención de regular mediante pago las visitas al Panteón de
Agripa. En el caso de los museos cuando surgen estos debates siempre me
pregunto: ¿alguien ha analizado el público del museo y tomado una decisión
sobre la base de ese análisis? ¿Las tarifas del museo se establecen por
comparación, por intuición o porque alguien ha valorado el impacto de adoptar
una u otra medida? Y las exenciones, ¿por qué son esas y no otras? ¿Qué motivo
nos lleva a establecer visitas explicadas cautivas a un monumento? Y los horarios
de apertura, ¿son lógicos...? Perdón que me dejo llevar…
Si escaso o nulo es el estudio de los requisitos de acceso a
los museos públicos, se puede decir que inexistente es el análisis generado desde
la premisa de que el valor que tiene la visita al museo debe primar por encima
de la asignación de un precio, de la exigencia de una contrapartida económica
para acceder al beneficio cultural. ¿Y por qué, me diréis, si está claro que su
mantenimiento y puesta a disposición del ciudadano genera unas cargas y una
asignación de recursos? Pues por una sencilla razón: porque ya pagamos unos
impuestos que deben destinarse a sufragar esos costes. Porque lo que custodian
esos museos es patrimonio cultural que debe ser universalmente accesible, porque
en ese ámbito su acceso básico debe ser gratuito y porque de no hacerlo así
estaremos poniendo barreras a su transmisión plena. Y si buscamos una respuesta
más pragmática porque, por mucho que queramos, en el modelo museístico español
los ingresos por entradas no cubren los costes operativos en la mayor parte de
los casos; y no sólo eso, sino que en el caso de museos públicos los ingresos
no revierten a la propia institución sino a la administración gestora, que lo
ingresa en una caja común.
Dejando a un lado casos excepcionales, y siguiendo esta
línea argumental, me podréis plantear que los museos ya no son solamente un
bien esencial sino un recurso económico, con posibilidades de convertirse en
motor económico, sobre todo en zonas deprimidas, un generador de empleo de
calidad y un elemento para evitar la despoblación y bla, bla, bla… Podréis
decir, ciertamente, que las estadísticas culturales así lo demuestran, que el
gasto por persona en cultura tiende a crecer, o podréis mencionar la importante
participación de la cultura en el PIB. No voy a negar el valor económico de los
recursos patrimoniales, pero en este caso es muy común la tentación de reducir
los argumentos para convertirlos en un mantra repetido de manera
interesada entre los “malos” gestores públicos, los cuales tratan de camuflar
sus carencias al amparo de la incorporación de una economía de mercado a la
tarea de administrar los museos. Ante esto, yo me pregunto si los más ardientes
defensores del cobro para la entrada a museos públicos estarían dispuestos a
someter sus emolumentos al cumplimiento de objetivos.
Los datos, inapelables en lo cuantitativo, no son tan
ciertos cuando los bajamos al terreno de lo inmediato o cuando nos referimos a
casos concretos, sobre
todo si como es habitual no ha existido planificación museística previa (concretamente
en los aspectos que interesan a un plan de viabilidad). En consecuencia, el
mensaje a los gestores públicos debe ser que la buena gestión no se encuentra
en la capacidad para generar ingresos mediante el simple cobro de entradas,
sino que deben buscarse alternativas que hagan sostenible a la institución: responsabilidad
social corporativa, fórmulas de patrocinio y mecenazgo, transparencia, etc…
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Foto Pixabay |
Es más, admitiendo que el cobro de una entrada fuera irrenunciable:
¿qué criterios debemos utilizar para establecer la tarifa? Entre otras cosas
porque la percepción sobre si un precio está bien establecido es altamente
subjetiva. Hazte las siguientes preguntas: ¿cuánto estás dispuesto a pagar por
entrar a un museo? y ¿de qué depende tu percepción sobre el precio? Puede
depender de tu interés en verlo (si eres aficionado al tema que trata), de que
sea el típico museo que no puedes dejar de ver (el Museo Nacional del Prado si
vas a Madrid), de que la visita la hagas sólo o acompañado y quieras asumir
todo el coste (una simple visita de 3 € puede convertirse en 12 € para una
familia media), del prestigio del museo y sus campañas de promoción (un museo
con buen marketing tiene mayor tirón), de la comparación con otros (¿qué tiene
ese museo para que cueste tanto?), del tipo de visita que pretendes hacer
(corta, larga, una sala…).
En definitiva, la experiencia de la visita es múltiple y por
tanto no es posible crear precios ajustados a cada realidad. No obstante, si no
podemos dejar de aplicar generalidades, lo que si podremos hacer es buscar
soluciones que asimilen el mayor número de situaciones. Para ello lo primero
que debemos hacer es preguntar al visitante (real o posible) sobre la
valoración que hace de la entrada: si debe ser gratuita o debe pagarse, cuánto
estaría dispuesto a pagar, en qué circunstancias, etc. Y sobre esa información
establecer una política de precios que permita conjugar el acceso público con
las necesidades del museo, teniendo en cuenta que las modificaciones en el
precio a la alta o a la baja pueden emitir un mensaje de elitismo o
banalización.
No dejemos tampoco de explorar posibilidades de mejora en la
política de precios, como la aplicación de determinadas exenciones, el uso de
bonos de visita para el propio centro o en colaboración con otros centros y
servicios, la reducción de precios acompañada de una explotación optimizada de
otros servicios del museo (tiendas, consignas, cafeterías) o, como ya se
empiezan a plantear en algunos museos, la aplicación de precios variables según
demanda (encarecimiento los fines de semana o encarecimiento progresivo hacia
períodos finales de exposiciones temporales, horas de acceso más baratas…).
A la afirmación de “lo que no se paga no se valora” quizá
habría que contraponer la afirmación “aprende a valorar lo que visitas y
entiende su coste y precio” (una manera sencilla de resumirlo sería la genial
frase de Quevedo de que “todo necio confunde valor y precio”). En este caso lo primero
que deberíamos tener en cuenta es el valor de la cultura y su acceso y
transmisión como derecho fundamental, teniendo en cuenta también los beneficios
que genera en el desarrollo de nuestra personalidad y de nuestra identidad
individual o común. La explicación de estos principios es otro trabajo a añadir
a la labor que habitualmente hacemos en los museos.