Recientemente se ha publicado en redes sociales una reseña
relativa al programa cultural de Susana Díaz de cara a las primarias de su
partido. Un análisis interesante sobre lo que dice el programa lo tenéis en
este artículo, donde se dice algo que comparto: “El mal de Susana Díaz está muy extendido en la política y la sociedad:
la cultura no importa, es algo accesorio en el mejor de los casos. Se afianza
la idea de que solo es eficiente el beneficio”. Y ello me permite
reflexionar sobre el asunto de los museos y el turismo y, en definitiva, sobre
la mercantilización de la cultura.
La cosa parece venir de la generalización de los recursos
culturales como un segmento específico del mercado turístico, igual que se promocionan
la naturaleza, la lengua o los negocios como destinos específicos. Siempre en
relación con los nuevos intereses de la sociedad, que demanda estas
experiencias como fundamento o complemento de sus viajes como efecto, entre
otros factores, de la democratización cultural, la educación patrimonial o la generalización
del ocio como derecho básico. Sé que esta explicación es reduccionista pero
creo que sirve a los propósitos de entrar en materia.
En el marco de esta dinámica de oferta y demanda del
producto cultural, la visita al museo se presenta como una simple mercancía,
sometida a los flujos económicos, a las variaciones del mercado y del consumo y
a las exigencias del marketing. Evidentemente su posición en este ámbito no
puede evitar que se convierta en un factor de desarrollo económico y es en este
punto, en la selección subjetiva de esta característica concreta del museo, en
el que la política (muchas veces arrogante en su ignorancia y liberal en su
beneficio) fabrica la idea de que el museo es un mero instrumento
de creación de riqueza al servicio de una estrategia económica basada en el turismo, y en ese horizonte se
enmarca el binomio entre museos y turismo que tantas confusiones genera. Una
asociación tan forzada como esa tendencia organizativa que, por motivos de
eficacia administrativa, hace que la cultura se asocie con otros ámbitos con
los que tiene puntos de contacto como la educación, el deporte, el bienestar
social o el turismo.
Si me preguntan sería más partidario de unir el turismo con
la industria o el deporte con la sanidad, e incluso haría transversal la
educación y el bienestar social; pero dejaría la cultura en una estructura
independiente sin dudarlo. Probablemente estas uniones respondan a
apreciaciones ideológicas, muy personales, que nos permiten adivinar el
concepto que se tiene de la cultura en cada momento y lugar. No obstante, la
apreciación de quién une qué la dejo a vuestra subjetividad.
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Foto de pixabay CC0 Public Domain |
Estos planteamientos se construyen a menudo sobre falacias
recurrentes que se inspiran en términos como retorno, interculturalidad, o regeneración
urbana y que tienen como referente al célebre efecto
Guggenheim. Sin embargo, la voluntad detrás de los proyectos creados a imagen de este efecto no
se apercibe de que lo que responde a una opción política concreta, en un
momento y lugar determinados, con un producto en el marco de
actuaciones de mayor espectro y que tiene buenos resultados, no sirve para
todos los casos y muchas veces solamente tiene éxito en el imaginario mediático,
sin estudios que apoyen el análisis. Es evidente que no existe interés por
estudiar científicamente la cuestión y que el rendimiento buscado se encuentra solamente
en las fotos y titulares en prensa, en proporcionar mensajes sencillos que
sugieren buena gestión y excelentes resultados futuros. Naturalmente nadie
cuestiona estos o aquellos, ya sea el medio periodístico que los reproduce literalmente,
ya sea el receptor del mensaje quien los jalea o denosta con pulcra adhesión a su
propia ideología.
Un ejemplo de lo que expongo se observa a menor nivel en el
producto turístico que surge en cada nueva campaña, como las aperturas
extraordinarias de monumentos, las rutas temáticas o las tarjetas turísticas.
Los hay de muchos tipos y no dudo de que respondan a necesidades concretas detectadas
mediante análisis, que se han planificado cuidadosamente y que suponen un esfuerzo
organizativo importante. Pero su eficacia me genera muchas dudas porque siempre
se realiza un gran derroche de energía para presentarlas y para demostrar los ingentes
recursos utilizados para ponerlas en marcha, pero nunca se centran en la
publicación de sus resultados efectivos y sus comparativas en el tiempo. ¿O
habéis visto vosotros cifras de usuarios de tarjetas y rutas turísticas, o el número
de personas que entran en los monumentos y todo ello comparado con otros períodos?
Llevo tiempo pendiente de estas cosas y yo no las suelo ver.
La justificación a esta forma de actuar se nos explica por
la necesidad de ofrecer productos culturales en el mercado turístico,
aprovechando la demanda que se genera sobre ellos. De este modo, se dice,
estamos fortaleciendo una economía que contribuirá a financiar la custodia y
mantenimiento del patrimonio cultural. Pero lo que en teoría es una opción
magnífica acaba quedándose en nada en la práctica, porque no es habitual que
los ingresos derivados del turismo cultural repercutan directamente sobre los
activos patrimoniales en los que se encuentran. Y esto es porque en el caso de
los bienes dependientes de administraciones públicas no existen garantía de que
se destine el ingreso al mismo bien, y en el caso de los bienes privados los
ingresos apenas sirven para asegurar la apertura del bien, debiendo recurrir a
otras fuentes (nuevamente públicas en muchos casos) para mantener en buen
estado el monumento. Me dirán que al final y al cabo, la afluencia de turistas
y los retornos económicos acaban repercutiendo sobre el bien y su entorno. De
acuerdo, pero sería mejor que esta cuestión se garantizara de una vez por todas
y que la anhelada ley de mecenazgo fuera efectiva en lugar de ser un animal
mitológico.
Otra de las cuestiones que suelen plantearse en esta concepción
del museo como foco de atracción turística es la idea, firmemente defendida, de
que los museos generan un importante desarrollo económico local y regional que
conlleva retornos importantes en forma de empleos, valorización y recuperación
del entorno geográfico inmediato, mejora de los servicios esenciales y elemento
de cohesión territorial. La verdad, parecen demasiadas responsabilidades para
el museo, una institución pequeña y la mayor parte de las veces pobremente
dotada. Hablando en términos generales es curioso que el museo, a pesar de que
sea siempre deficitario en personal, poco dotado instrumental y
tecnológicamente, que destina pocos medios a la mejora formativa y a la
diversidad profesional y que presta poca atención a sus públicos y a la
experiencia de la visita, sea un agente tan importante como para generar
múltiples puestos de trabajo, transformar el ámbito en el que se inserta,
prestar servicios públicos de calidad y reducir problemas de desarraigo y
despoblación.
Particularmente me cuesta ver esta potencialidad económica en
mi entorno inmediato; y no será porque no tenga suficientes ejemplos de museo a
mi alcance. Sin embargo aprecio una gran vulnerabilidad en estas instituciones
culturales, consideradas como un recurso económico antes que un activo social y
viéndose destinadas a producir servicios culturales dirigidos a un uso
finalista, a una satisfacción inmediata de las necesidades de ocio entre
destinos. Al adoptarse esta derrota en detrimento de la colectividad, de la pluralidad
cultural, de la participación ciudadana, de la creación, evitando incentivar la
reflexión sobre la propia identidad patrimonial, se posibilita la existencia y
creación de instituciones endebles, carentes de misión y con falsos
fundamentos. Espectáculos efímeros que no sirven a la sociedad para ser siervos
sociales.
No puede negarse que el turismo es un factor básico para el
desarrollo económico y con una importancia vital en términos de producto
interior bruto, pero tampoco puede soslayarse la importancia del museo en la
construcción y desarrollo de la cultura. Inevitablemente debemos tratar de
conjugar dos cosas: el papel del museo en una cultura concebida como bien
social, necesario para aumentar el bienestar y formar la sensibilidad, para la
creación y mejora de la personalidad, tanto individual como colectiva, y su
dimensión como herramienta de transformación social por un lado; y las
posibilidades que brinda el turismo como factor de desarrollo económico, canal
de circulación de ideas y conocimiento, y posibilitador de experiencias
culturales y de vivencias por el otro. Si de todo esto nos quedamos con una
sola cosa, si únicamente centramos el
esfuerzo en el interés cortoplacista, en producir bienes de consumo que
desaparecen más deprisa de lo que se crean, estaremos sacrificando tanto herencia como futuro y eludiendo nuestra
responsabilidad con el bien común y la mejora social.
Por si queréis reflexionar un poco añado un extracto
interesante de la Carta Internacional sobre
Turismo Cultural. La Gestión del Turismo en los sitios con Patrimonio
Significativo (1999), adoptada por ICOMOS en la 12ª Asamblea General en
México:
“El Turismo excesivo o
mal gestionado con cortedad de miras, así como el turismo considerado como
simple crecimiento, pueden poner en peligro la naturaleza física del Patrimonio
natural y cultural, su integridad y sus características identificativas”.