Hoy se celebra en Twitter el Museum Memories Day (#MusMem),
un evento global creado para rememorar o recordar momentos inolvidables
en museos. La verdad es que es uno de tantos eventos tuiteros, pero a mi me sirve como excusa para sumarme a la propuesta con una entrada al blog. ¡Que me apetece, oiga!
Para encontrar mi primer recuerdo de museos no tengo que
hacer una búsqueda imperiosa en el Minroud de Yor, ni abordar un registro
arqueológico con harrisiana precisión. De hecho, tengo varios recuerdos para
escoger porque en mi memoria se suceden abundantes visitas museales que, por
suerte, están asociadas a la felicidad de mi infancia. La mayoría de esas escenas
se desarrollan en Madrid, pues mis padres me llevaban a la revista familiar (dícese abuela) una o
dos veces al año, y cada uno de esos viajes traía la visita a un museo. Me
quedan de entonces maravillosas imágenes de altas estanterías de madera
repletas de fósiles y especímenes en el Museo Nacional de Ciencias Naturales o
de inacabables maquetas, imponentes panoplias y solemnes estandartes en el
Museo del Ejército.
Como todos los padres, pero sobre todo los de los tardíos
sesenta y lo tempranos setenta, los míos estaban obsesionados con proporcionarnos
medios, conocimientos o recursos, que nos permitieran “labrarnos un futuro” y
hacernos “hombres o mujeres de provecho”, como se decía antes. El objetivo era
simple y sin adornos, casi un ejercicio de resistencia: que tuviéramos una vida mucho mejor que la suya, con mejor
perspectiva económica, pero sobre todo más libre e independiente.
En esa dinámica mis hermanos y yo hemos podido disfrutar de muchas cosas pero, de entre las más relevantes (más allá del cariño recibido, o inculcarnos un espíritu de superación o la honradez como principios
fundamentales), destaco la posibilidad de tener todos los libros que pudiéramos
leer y aquellas experiencias en grandes museos madrileños. Aquellos dones se
concretaron en una permanente afición por la lectura y una de mis mayores
satisfacciones: mi trabajo. No sé si aquellas visitas fueron una
semilla en un ánimo predispuesto o si fueron el abono que esa simiente
necesitaba, pero me gusta pensar que mi elección de estudiar arqueología y
mi actividad como conservador de museos empezaron a forjarse en aquellos años. Mi
madre quiso corregir esta deriva años después insistiendo en que estudiara
Derecho, que era lo que estaba de moda porque parecía comportar un porvenir seguro, pero por suerte no hice caso… Aunque
esa es otra historia.
Con el tiempo la evocación de estas imágenes se ha mezclado
con otras nostalgias y en el proceso se han sublimado maravillosas asociaciones
de museos y libros. ¿Acaso aquél viaje a Madrid en tren que duraba tres horas y
media no era tan eterno como las miles de verstas siberianas que recorría
Miguel Strogoff? ¿O el Museo de Ciencias
Naturales no era lo más parecido, según la imaginación de un niño, al “Viaje al Centro de la Tierra”? ¿Es que las armas expuestas en el Museo del
Ejército no eran las mismas que se usaban en las batallas de “Guerra y Paz”?
Para mi suerte, entre museo y museo y hasta que empecé a visitarlos por mi
voluntad, también encontraba patrocinio informativo en mi propia casa. No me faltaban
recursos librescos en obras de gran formato como el entrañable “Maravillas del
Mundo” editado por el Círculo de Lectores, en la cita periódica con el
Selecciones del Readers’s Digest o en diversas enciclopedias y obras de
referencia entre las que se encontraban, como joyas de la corona, los
veintitantos volúmenes del SUMMA ARTIS. En definitiva, los libros me llevaban a los museos y los museos a los libros.
Casualmente hoy celebro también mi quincuagésimo natalicio
y, ley de vida, ya no tengo a mis padres. Hace exactamente 50 años que me
vieron la pinta y añadieron, a las que ya tenían, la responsabilidad de cuidarme
y educarme. Creo que lo hicieron co-jo-nu-da-men-te.
Sin duda uno de mis mejores recuerdos hoy es que mis padres
me dejaron su cariño, los museos, los libros y los preciosos recuerdos.
Gracias Mamá. Gracias Papá.
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