Desde que empecé en la arqueología, y luego en mi trabajo
como conservador, he pasado largas horas inspeccionando fichas de objetos e
inventarios, fotografías, negativos, piezas singulares o almacenes. También he
limpiado y siglado miles de fragmentos de cerámica, etiquetado monedas,
fotografiado esculturas, dimensionando cuadros y marcos o cumplimentando
registros informáticos.
La documentación es una de las actividades importantes y
necesarias que comportan el día a día del trabajo en el museo. Se puede abordar
con mayor o menos entusiasmo, pero realizarla a mí siempre me ha generado una profunda
satisfacción. Más allá del tedio que a veces supone, siempre he entendido que formalizarla
es expresión incontestable del compromiso del museo con su público: el
custodiar un determinado acervo cultural y garantizar su transmisión. Por eso,
he encontrado muchas veces agrado en anotar un número, en matizar una fecha, en
asociar una imagen a un texto o en registrar un nombre. Se trata de una labor
en la que he hallado muchas veces el rastro de hombres y mujeres que han hecho
antes lo mismo que yo y que contribuye a que me sienta más cerca de la memoria
cultural de la sociedad. Esa sensación de que trabajo para un bien común hace
que sea más feliz y por ello enterarme de la
pavorosa tragedia que ha asolado el Museo Nacional de Brasil no puede
generarme más que congoja por los brasileños y pena por sus trabajadores.
Hace unos días pensaba en que los medios de comunicación se
pueblan en verano de noticias sobre museos que se limitan a desgranar las habituales
cifras descarnadas y que éstas, sin ser indicadoras de nada, al menos servían
para destapar alguna vergüenza. Lamentablemente, en el caso brasileño parece que
se ha llegado a destiempo de destaparlas. Los titulares de los principales
medios de comunicación se han estado centrando en los millones de objetos quemados, como si no
fuera una gran pérdida la desaparición de uno solo de esos objetos. Y parecen
olvidar el grave daño para la identidad de la sociedad brasileña (se han
perdido colecciones insustituibles), el desolador impacto para su autoestima
como comunidad (¿qué imagen damos al mundo si no podemos conservar nuestro
patrimonio?), las profundas carencias de disfrute y aprendizaje por las visitas
que ya no se podrán hacer (al menos hasta que el museo esté reconstruido, eso
sí nunca en iguales condiciones) o el importante impacto que se sufrirá en
términos económicos.
Da la sensación, algo que llevo tiempo apreciando, que
solamente concebimos el patrimonio cultural por sus cifras, habiéndonos acostumbrado
además a contar por arrobas, y que somos incapaces de valorar algo si no va
acompañado por una métrica que nos facilite la comprensión. Seguramente existe
tanta culpa en nuestra despreocupación como en la interesada visión que los
políticos transmiten sobre su gestión. Ellos han conseguido hacernos creer que
un incremento porcentual de algo es garantía de que lo hacen bien y nosotros lo
hemos aceptado porque es más cómodo que ejercitar el análisis crítico. Somos
meros devoradores de titulares, de tuits, de posts, sin que nos lleguen a
interesar las fuentes, los textos elaborados o las opiniones (a favor o en
contra) de otros. Así que hemos caído en la trampa de forjar nuestro criterio a
partir de consignas publicitarias, lo cual dice muy poco de nosotros pues
denota lo fácilmente manipulables que somos. Y nuestras lagunas impiden que
entendamos que la protección del patrimonio es una cuestión esencial que nos incumbe
a todos.
¿Acaso es por eso que no lleguemos a entender en su
verdadera dimensión lo
que está pasando estos días en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando?
Aún no está claro dónde está el origen de los daños y a quién corresponden las
competencias para solucionarlo, pero lo que es evidente es que nadie quiere
tomar decisiones y todos tratan de endosarle el muerto a otro. Y mientras tanto,
solamente la
insistencia de un determinado periodista y el apoyo de muchos profesionales
y amantes del patrimonio para dar difusión del hecho por las redes sociales han
conseguido que se haya producido una tímida repercusión que permita pensar en que
pueda haber un adecuado desenlace.
Todo ello nos lleva a preguntarnos si los bienes
patrimoniales se conservan en condiciones seguras y cuál debe ser la
participación de cada sector para garantizar el derecho a disfrutarlos y
compartirlos, así como el deber de transferirlos a nuestros herederos.
Nada es simple. La seguridad de los bienes descansa en
múltiples factores, bien definidos, pero que normalmente no se concretan de
la manera más adecuada. De poco sirve que exista una regulación
normativa apropiada si esta no se aplica o no es conocida por parte de quien debe
cumplirla. No me vale aludir al axioma de que hay que cumplir la ley aunque no
se conozca si la administración responsable no adopta medidas para sancionar el
incumplimiento; dejando aparte que muchas veces se adolece de falta de campañas
informativas o de sensibilización. Así que tampoco es asumible la postura de
muchos titulares de bienes que argumentan esa falta de información para eludir
su responsabilidad o que adoptan un bien calculado distanciamiento para argumentar
que el patrimonio es común y común ha de ser su mantenimiento. Intelligenti pauca.
Que no se nos olvide que hemos delegado la ejecución de esta
labor conjunta para salvaguardar el patrimonio en determinados individuos que
han adquirido un compromiso con la ciudadanía; y que los nombramos cada cierto
tiempo y tenemos la potestad de removerlos si no lo cumplen. Así que si deciden
aplicar recortes, si no ejecutan los presupuestos, si no inspeccionan los
bienes, si no se ponen de acuerdo entre ellos para adoptar soluciones, si
priman determinadas acciones sobre otras, si desvisten unos santos para vestir
a otros, si confían en que nunca pasa nada… ¡hasta que pasa, y con qué
consecuencias!, deberíamos hacerles saber que no estamos dispuestos a consentir
desmanes o caprichos y que sus errores tienen consecuencias.
Es tranquilizador saber que los
grandes museos tienen muy bien definidos sus planes de emergencia (lo que no
quita para que un
museo deba actualizarlos para evitar sorpresas). Pero, ¿qué ocurre con el
resto? ¿En qué grado cuentan con plan de seguridad los museos españoles? ¿Y los
de Castilla y León? ¿Cómo gestionan los riesgos y emergencias? ¿Recursos
como este de la Dirección General de Patrimonio Cultural se dan a conocer y
se generalizan? Más aún, ¿cuántos museos cuentan con plan museológico? ¿Cómo es
la formación de los trabajadores? ¿Y la de los agentes que participan en los
siniestros? ¿Por qué nos lanzamos a apoyar nuevos proyectos de museos si ni
siquiera tenemos claro si los existentes están en las condiciones que deberían
estar? ¿La política museística es determinante en este aspecto? ¿Qué se ha
hecho en los últimos años? ¿Destinamos a la conservación del patrimonio
cultural los recursos suficientes y, si no lo hacemos, cuál es el motivo?
Si empezamos a hacernos estas preguntas, si nos atrevemos a
expresarlas en alto y si demandamos respuestas a quien debe darlas, quizá
estemos más cerca de evitar desastres como el de Brasil o el de la Real Academia de Bellas Artes.
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