Quienes utilizamos las redes sociales de manera asidua sabemos que son excelentes instrumentos para compartir conocimientos, debatir sobre cuestiones de interés o manifestar inquietudes y pareceres. Muchas veces lanzamos nuestros mensajes al éter digital solamente por la satisfacción de poder emitirlos y sin saber si recibirán respuesta, aunque normalmente el propósito es que encuentren destinatarios y que estos suministren un retorno valioso. En definitiva, el proceso natural de comunicación evoluciona y se enriquece para comportar beneficios tanto al emisor como al receptor.
Esta introducción sirve para justificar de algún modo
la redacción de esta nueva entrada. Y es que de las interacciones que se
generan a través de las redes sociales surgen temas que, pareciendo a veces un
simple divertimento, en el fondo aluden a prácticas que no tienen por qué ser
correctas. O al menos sirven para que del debate surja un análisis crítico que
fomente nuevas y, quien sabe, mejores perspectivas.
Pues bien, desde hace tiempo entre @SantosMMateos, @SocialCultura
y @jl_hoyas (un admirador, un amigo un esclavo, un siervo de Vds.) hacemos chanza en Twitter sobre el uso, indistinto
y cuestionable, de ciertas comparaciones destinadas a resaltar la importancia
de elementos patrimoniales o a definirlos respecto a un marco concreto.
Estos símiles, que también se utilizan para aportar una dimensión específica al
objeto que se quiere delimitar, o incluso para exacerbar su magnificencia, son
aprovechadas también por la prensa como gancho publicitario (ciberanzuelo)
destinado a aumentar el tráfico a las páginas web. Algo a lo que ya nos hemos
acostumbrado.
Para estar al tanto de las más frescas aportaciones a la
broma, hemos creado la etiqueta
#sixtinología que deviene de los discursos que equiparan la Capilla Sixtina
con aquellas manifestaciones pictóricas que, a juicio de sus autores, presentan
unas características grandiosas. O que, al menos en su contexto, tienen una
relevancia comparable a la que adquiere la estancia papal en relación a la Historia
del Arte, al Vaticano, a la misma Roma o a la Iglesia católica.
Estamos tan acostumbrados a ver estas expresiones que no nos
damos cuenta de la manera en que pueblan las praderas de la comunicación. Hace
un tiempo hicimos una apresurada recopilación y observamos que con una pequeña búsqueda en Internet encontrábamos, entre otras, las expresiones siguientes: la
Capilla Sixtina de “Extremadura”, “de la Amazonia”, “del arte rupestre palmero”,
“valenciana”, “de América”, “del fútbol”, “de Galicia”, “del Antiguo Egipto”, “del
románico”, “del Maestrat”, “del arte urbano y el skate”, “del siglo XXI”, e
incluso “de los Golden State Warriors” (una galería fotográfica dedicada a este
equipo en un diario deportivo). Buscad más si queréis, pero os advierto que es
adictivo.
Y el súmmum de todas
ellas, y quizás el embrión de esta costumbre, es denominar a la Cueva de Altamira
como la “Capilla Sixtina del Arte Paleolítico”. Cosa sobre la que desde el
primer momento manifestamos que lo correcto sería decir que las pinturas del techo
del oratorio son, más bien, la “Altamira del Renacimiento”.
Ambas fotos Creative Commons CC0 Public Domain en http://pxhere.com/es/photo/982342 y https://commons.wikimedia.org/wiki/File:GuaTewet_tree_of_life-LHFage.jpg |
Los supremos sacerdotes de la #sixtinología (los tres
mencionados) no nos quedamos en esta simple etiqueta, sino que nos hemos
aficionado a otros usos análogos para regocijo de una serie de fieles adeptos.
De ahí que también hallamos detectado, y etiquetado como #stonehengelogía al
“Stonehenge español”, para el monumento megalítico de Guadalperal (Cáceres) -aunque
hay otro en A Roda (Lugo) y otro en Totanés (Toledo)-; con #atapuercología a la
“Atapuerca de León”, para los restos de Puente Castro (León); con #louvreología
al “Louvre de la imaginería” (también llamado “Prado de la escultura”), para el
Museo Nacional de Escultura; con #pompeyología a la “Pompeya española”, para el
mosaico de Noheda (Cuenca), -que disputa el título con la “Pompeya celtibérica,
que es Numancia-, o a la Pompeya del Paleolítico (por Olduvai); con #gibraltarología
al “Gribaltar burgalés”, para el Monasterio de San Juan (Burgos); o con
#guernicología al “Guernica del siglo XIX”, para la obra ‘Fusilamiento de Torrijos’.
Y como no tenemos manera de parar, y no damos abasto, hay
cosas que ni las etiquetamos pero que nos dejan un saborcillo especial, como el
“Versalles de la España vaciada”, al hablar de Recópolis, o “el Nueva York de
los bosques” (que está en Burgos, por cierto).
Sirva la guasa para delatar esta manera que tiene la prensa, sobre todo, de
calificar a los monumentos y a los hallazgos, lo que supone un ejercicio de inexactitud que sacrifica las virtudes propias de los
bienes a costa de conseguir una valorización imperfecta. ¿Se encuentra esta práctica más cerca
del afán sensacionalista que de un propósito interpretativo? Seguramente tenga
un poco de ambos.
De cualquier manera, no
beneficia ni al rigor periodístico ni a la pretendida valorización del bien.
En el primer caso, porque la comparación comodona (que puede provenir de una cualificación
escasa o incluso de una falta de imaginación del redactor, en el mejor de los
casos, o que parte de una insuficiencia de medios humanos y materiales) rebaja la exactitud de la noticia y, consecuentemente,
su fiabilidad. Y en el segundo caso, porque la analogía que se establece llega
a generar un efecto contrario; es decir, produce un menoscabo de la verdadera
naturaleza e importancia del bien y disminuye la percepción de su valor real.
Valga como ejemplo la desestima que sufre la pobre Altamira en este injusto intercambio.
Además, quien
establece la comparación asume que el receptor de la misma conoce el modelo de
referencia. Le parece tan evidente y popular que no se plantea la posibilidad de que la conexión no se establezca y,
en ese deseo de hacer asequible la información, corre el riesgo de dejar al
margen a parte de los destinatarios. ¿Estoy exagerando? Es posible, pero no
apostaría demasiado porque todos los ciudadanos puedan reconocer las
características fundamentales de todos los ejemplos que hemos señalado y, a
partir de ellas, observar cuáles son las equivalencias que se proponen. En
definitiva, la experiencia propia no le sirve para entender los significados buscados.
Para acabar. Por supuesto que estoy a favor de que se haga
más accesible la comprensión y disfrute del patrimonio cultural. Que el
ciudadano comprenda la importancia de los bienes culturales es un paso más en
la labor de que lo sienta como propio y, por tanto, un avance en el deseable papel
colaborador para su protección, mantenimiento y transmisión. Pero no apruebo la
utilización de recursos gastados, e incluso redundantes, para explicar la
relevancia de esos bienes; sobre todo si peca
de sensacionalismo o enmascara una tosca presuntuosidad, cuando no oculta el
defecto de no saber explicar algo por no entenderlo.
Al final, si deducimos que la naturaleza de las cosas se
encuentra en su nombre, al hurtárselo les privamos de su unicidad. Y si
entendemos que se encuentra en sus atributos, al darles otro la suplantamos.
No me hagáis mucho caso, no obstante, que solo quería que nos riéramos un rato antes de que acabe el verano.
No me hagáis mucho caso, no obstante, que solo quería que nos riéramos un rato antes de que acabe el verano.
Todo empezó con las venecias. La del norte, la portuguesa... Cualquier barrio con albañal canalizado es candidato.
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