miércoles, 28 de noviembre de 2018

No confundamos la “Q” con las témporas


Recientemente se ha presentado la nueva Norma “UNE 302002. Museos. Requisitos para la prestación del servicio de visitas”, desarrollada por un comité técnico de expertos presidido por el Ministerio de Cultura y Deporte (Subdirección General de Museos Estatales) y coordinado por el Instituto para la Calidad Turística Española (ICTE) y la Asociación Española de Normalización (UNE). En él han participado 40 expertos pertenecientes a museos relevantes españoles y a asociaciones del ámbito cultural y museístico.
La nueva Norma UNE 302002 establece requisitos para garantizar la experiencia satisfactoria de los usuarios del museo durante su visita (accesibilidad, información, trato recibido, facilidades para planificar y organizar la misma o estado general de espacios e instalaciones de acceso público). La norma también da opciones de mejora mediante recomendaciones y la implantación de un sistema de evaluación que incluya la opinión de los visitantes.

No descarto que los museos emblemáticos que formaban parte del comité técnico obtengan en breve tal calificación. De no ser así podríamos pensar que las exigencias para aplicar la norma son excesivas hasta para ellos mismos o que algunos de los participantes en el comité lo han hecho a mero título de inventario. E igualmente es de prever que los titulares de los museos españoles, empezando por las administraciones públicas, se lancen en masa a calificar a sus museos con esa codiciada “Q”; no hacerlo supondría renunciar a un modelo de gestión de calidad, a atraer a millones de visitantes y a crear empleo y riqueza económica. De hecho, insto encarecidamente a que los titulares de esos museos emblemáticos (comenzando por el Ministerio de Educación Cultura y Deporte) pongan los medios para que los museos de su dependencia cuenten en menos de un año con la flamante “Q” en las respectivas fachadas e identidades corporativas. ¡No podemos perder el paso!

Ahora en serio. Los museos de todo el mundo acumulan una larga trayectoria de redacción y aplicación de normas profesionales, regulación de procedimientos y puesta en marcha de protocolos de actuación. De hecho, las instituciones y los profesionales museísticos contamos con una organización no gubernamental de ámbito mundial, el ICOM, cuyos diferentes comités internacionales (tiene 30) se han preocupado desde hace décadas de desarrollar buenas prácticas relacionadas con las funciones que cumplen los museos. Se puede encontrar aquí una amplia información sobre estas directrices que los museos españoles conocen y aplican.

Es más, en lo que a los museos españoles se refiere, muchos de ellos cuentan con cartas de servicios desde hace años y existen numerosas administraciones que incluyen apartados sobre calidad en sus legislaciones y en sus herramientas de planeamiento sectoriales. Se debe añadir que tanto las recomendaciones del ICOM como los instrumentos normativos se preocupan de todas y cada una de las funciones del museo (custodia, documentación, educación, difusión, investigación, exhibición); y no como el caso de la Norma UNE 302002 que se refiere exclusivamente a la visita pública. Cierto que esta última, la que se relaciona sobre todo con la exposición, es la función más visible del museo y la que mayores relaciones genera con el público, pero también es indiscutible que nunca debe entenderse sin los vínculos de relación que genera con las otras funciones.

Por ello, me contraría profundamente que el director general de Bellas Artes diga que con la aplicación de la Norma UNE 302002 la "calidad entra por la puerta de los museos" y espera que sea un "referente" para los profesionales de estos centros, así como para el público.


La verdad, no sé muy bien los estándares de calidad que contempla el responsable de los museos estatales y tampoco conozco los referentes que suele utilizar en la gestión de su departamento. Lo que tengo claro es que mi concepto de calidad está bastante alejado del suyo y me da la sensación de que sus referentes parecen encontrarse más cerca de los que tiene el turista de masas (el conseguidor de selfis, el acaparador de likes, el coleccionista de badges…), y más lejos de los que tiene un usuario habitual de los museos o un profesional medio de alguno de los museos estatales. Tanto unos como otros tenemos claro que el museo no es solamente una visita satisfactoria, la garantía de unos servicios de calidad, la facilidad en la venta de entradas, que el acceso esté bien señalizado o que los baños estén limpios, y sabemos muy bien lo que podemos y debemos esperar de los museos.

Quizá ese es el problema y es también nuestra responsabilidad: que no hemos sabido explicar al público que se puede conjugar el papel del museo como bien social con las posibilidades que brinda el turismo como factor de desarrollo económico y que la confluencia entre cultura y turismo está más allá de la mercantilización de la cultura. Y de esta carencia tienen tanta culpa los directores generales, por no mirar más allá de la agenda política, como la tenemos los profesionales por no hacérselo ver. Pero me gustaría señalar, además, que de este desconcierto se deriva un peligro que aguarda al acecho del uso de esta nueva marca turística pues, siguiendo la nueva tendencia de algunos museos de equiparar la calidad del centro con las reseñas favorables de sus visitantes, corremos el riesgo de que este marchamo turístico sea considerado por el visitante como un mero TripAdvisor oficial y, lo que es peor, que se confunda la parte con el todo. Que se piense que el museo poseedor de la placa es una institución que cumple su misión con garantías. En definitiva, corremos el riesgo de confundir la “Q” con las témporas.

Y es triste que esta iniciativa, que no tendría que trascender más allá del contexto turístico, sea vendida como una “alianza entre la cultura y el turismo por la calidad”, más que nada porque ¿dónde ha quedado el proyecto de red de museos estatales impulsado en 2009 por el propio Ministerio de Educación Cultura y Deporte y cuya finalidad era “fomentar la excelencia a través del mutuo intercambio de proyectos, profesionales e ideas, favoreciendo su relación con los agentes sociales, impulsando su proyección nacional e internacional y reforzando su importante papel en el acceso de los ciudadanos a la cultura”? Este proyecto planeaba incorporar a los museos bajo criterios como la calidad de los fondos, el Plan Museológico, las NNTT y la innovación en la museografía, la profesionalidad del equipo directivo y la plantilla, la accesibilidad universal o el análisis de los fondos desde la perspectiva de género. En definitiva, un concepto de calidad y unos referentes con los que, particularmente, me encuentro más de acuerdo y que el director general parece desconocer o, quién sabe, despreciar.

Más allá de este apunte, es importante recordar que los museos españoles abrieron la puerta a la calidad hace bastantes años y que sus profesionales cuentan con abundantes y admirables referentes cercanos. Así podríamos mencionar al Museo de Almería, con su gran labor en redes sociales y con una propuesta de programación cultural plenamente coherente con su misión, o a la Red Museística Provincial de Lugo, un modelo de gestión inclusiva y social; podría igualmente recordar la política de Responsabilidad social y ambiental del Museo Nacional de Arte de Cataluña, o la labor duradera durante doscientos años del Museo Nacional del Prado, sin olvidar los casi ciento cincuenta del Museo de León; asimismo podría aludir a los avances en la mejora en la transparencia y el buen gobierno de los museos españoles o al premio de mejores prácticas de la Design for All Foundation recibidio por Vilamuseu, la red de museos municipales de la Vila Joiosa. Como ven, no es necesario recurrir a clasificaciones turísticas para orientar la política museal.

Todo esto me recuerda un poco al "Mastropiero que nunca", de Les Luthiers, y su Don Rodrigo Díaz de Carreras (que fundó Caracas y tanto acertó a fundarla que la fundó en pleno centro de Caracas que ya estaba fundada y él no la vio...). Con esta pieza me he reído mucho, pero ahora no sé si llorar.

martes, 4 de septiembre de 2018

Cuando un museo se quema, algo suyo se quema


Desde que empecé en la arqueología, y luego en mi trabajo como conservador, he pasado largas horas inspeccionando fichas de objetos e inventarios, fotografías, negativos, piezas singulares o almacenes. También he limpiado y siglado miles de fragmentos de cerámica, etiquetado monedas, fotografiado esculturas, dimensionando cuadros y marcos o cumplimentando registros informáticos.

La documentación es una de las actividades importantes y necesarias que comportan el día a día del trabajo en el museo. Se puede abordar con mayor o menos entusiasmo, pero realizarla a mí siempre me ha generado una profunda satisfacción. Más allá del tedio que a veces supone, siempre he entendido que formalizarla es expresión incontestable del compromiso del museo con su público: el custodiar un determinado acervo cultural y garantizar su transmisión. Por eso, he encontrado muchas veces agrado en anotar un número, en matizar una fecha, en asociar una imagen a un texto o en registrar un nombre. Se trata de una labor en la que he hallado muchas veces el rastro de hombres y mujeres que han hecho antes lo mismo que yo y que contribuye a que me sienta más cerca de la memoria cultural de la sociedad. Esa sensación de que trabajo para un bien común hace que sea más feliz y por ello enterarme de la pavorosa tragedia que ha asolado el Museo Nacional de Brasil no puede generarme más que congoja por los brasileños y pena por sus trabajadores.

Hace unos días pensaba en que los medios de comunicación se pueblan en verano de noticias sobre museos que se limitan a desgranar las habituales cifras descarnadas y que éstas, sin ser indicadoras de nada, al menos servían para destapar alguna vergüenza. Lamentablemente, en el caso brasileño parece que se ha llegado a destiempo de destaparlas. Los titulares de los principales medios de comunicación se han estado centrando en los millones de objetos quemados, como si no fuera una gran pérdida la desaparición de uno solo de esos objetos. Y parecen olvidar el grave daño para la identidad de la sociedad brasileña (se han perdido colecciones insustituibles), el desolador impacto para su autoestima como comunidad (¿qué imagen damos al mundo si no podemos conservar nuestro patrimonio?), las profundas carencias de disfrute y aprendizaje por las visitas que ya no se podrán hacer (al menos hasta que el museo esté reconstruido, eso sí nunca en iguales condiciones) o el importante impacto que se sufrirá en términos económicos.


Da la sensación, algo que llevo tiempo apreciando, que solamente concebimos el patrimonio cultural por sus cifras, habiéndonos acostumbrado además a contar por arrobas, y que somos incapaces de valorar algo si no va acompañado por una métrica que nos facilite la comprensión. Seguramente existe tanta culpa en nuestra despreocupación como en la interesada visión que los políticos transmiten sobre su gestión. Ellos han conseguido hacernos creer que un incremento porcentual de algo es garantía de que lo hacen bien y nosotros lo hemos aceptado porque es más cómodo que ejercitar el análisis crítico. Somos meros devoradores de titulares, de tuits, de posts, sin que nos lleguen a interesar las fuentes, los textos elaborados o las opiniones (a favor o en contra) de otros. Así que hemos caído en la trampa de forjar nuestro criterio a partir de consignas publicitarias, lo cual dice muy poco de nosotros pues denota lo fácilmente manipulables que somos. Y nuestras lagunas impiden que entendamos que la protección del patrimonio es una cuestión esencial que nos incumbe a todos.

¿Acaso es por eso que no lleguemos a entender en su verdadera dimensión lo que está pasando estos días en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando? Aún no está claro dónde está el origen de los daños y a quién corresponden las competencias para solucionarlo, pero lo que es evidente es que nadie quiere tomar decisiones y todos tratan de endosarle el muerto a otro. Y mientras tanto, solamente la insistencia de un determinado periodista y el apoyo de muchos profesionales y amantes del patrimonio para dar difusión del hecho por las redes sociales han conseguido que se haya producido una tímida repercusión que permita pensar en que pueda haber un adecuado desenlace.

Todo ello nos lleva a preguntarnos si los bienes patrimoniales se conservan en condiciones seguras y cuál debe ser la participación de cada sector para garantizar el derecho a disfrutarlos y compartirlos, así como el deber de transferirlos a nuestros herederos.

Nada es simple. La seguridad de los bienes descansa en múltiples factores, bien definidos, pero que normalmente no se concretan de la manera más adecuada. De poco sirve que exista una regulación normativa apropiada si esta no se aplica o no es conocida por parte de quien debe cumplirla. No me vale aludir al axioma de que hay que cumplir la ley aunque no se conozca si la administración responsable no adopta medidas para sancionar el incumplimiento; dejando aparte que muchas veces se adolece de falta de campañas informativas o de sensibilización. Así que tampoco es asumible la postura de muchos titulares de bienes que argumentan esa falta de información para eludir su responsabilidad o que adoptan un bien calculado distanciamiento para argumentar que el patrimonio es común y común ha de ser su mantenimiento. Intelligenti pauca.

Que no se nos olvide que hemos delegado la ejecución de esta labor conjunta para salvaguardar el patrimonio en determinados individuos que han adquirido un compromiso con la ciudadanía; y que los nombramos cada cierto tiempo y tenemos la potestad de removerlos si no lo cumplen. Así que si deciden aplicar recortes, si no ejecutan los presupuestos, si no inspeccionan los bienes, si no se ponen de acuerdo entre ellos para adoptar soluciones, si priman determinadas acciones sobre otras, si desvisten unos santos para vestir a otros, si confían en que nunca pasa nada… ¡hasta que pasa, y con qué consecuencias!, deberíamos hacerles saber que no estamos dispuestos a consentir desmanes o caprichos y que sus errores tienen consecuencias.

Es tranquilizador saber que los grandes museos tienen muy bien definidos sus planes de emergencia (lo que no quita para que un museo deba actualizarlos para evitar sorpresas). Pero, ¿qué ocurre con el resto? ¿En qué grado cuentan con plan de seguridad los museos españoles? ¿Y los de Castilla y León? ¿Cómo gestionan los riesgos y emergencias? ¿Recursos como este de la Dirección General de Patrimonio Cultural se dan a conocer y se generalizan? Más aún, ¿cuántos museos cuentan con plan museológico? ¿Cómo es la formación de los trabajadores? ¿Y la de los agentes que participan en los siniestros? ¿Por qué nos lanzamos a apoyar nuevos proyectos de museos si ni siquiera tenemos claro si los existentes están en las condiciones que deberían estar? ¿La política museística es determinante en este aspecto? ¿Qué se ha hecho en los últimos años? ¿Destinamos a la conservación del patrimonio cultural los recursos suficientes y, si no lo hacemos, cuál es el motivo?

Si empezamos a hacernos estas preguntas, si nos atrevemos a expresarlas en alto y si demandamos respuestas a quien debe darlas, quizá estemos más cerca de evitar desastres como el de Brasil o el de la Real Academia de Bellas Artes.