viernes, 3 de marzo de 2023

VOCACIONALMENTE HABLANDO

El trabajo es ese quehacer humano tan controvertido que nos sirve tanto para financiar nuestras necesidades como para realizarnos personalmente y es tan ansiado y denostado que muchas veces no sabemos si trabajamos para vivir o vivimos para trabajar. No dudo que cada cual tiene más o menos claro por qué trabaja, ya sea porque no queda más remedio, porque algo hay que hacer o incluso porque se disfruta haciéndolo; que de todo hay en la vida. Eso suponiendo que tengamos acceso a un trabajo en condiciones dignas de ejecución y de contrapartida económica pues, desgraciadamente, no es una opción que siempre se pueda elegir.

La mayoría de las personas aspiramos a tener un trabajo y, si tenemos la fortuna suficiente, muchas veces responde a las ilusiones que nos fuimos creando en nuestros años mozos. Cuando todas las circunstancias se conjugan de manera excepcionalmente favorable conseguimos trabajos que nos satisfacen personalmente y que cubren nuestras expectativas, lo que es una gran suerte porque, al fin y al cabo, gran parte de nuestra vida consciente (y un poco de la inconsciente) la dedicamos a la actividad laboral.

Si con el correr de los años hemos accedido a una formación concreta y hemos acabado ejerciendo profesionalmente el oficio para el que nos educamos, es muy posible que podamos ser encajados entre aquellas personas que trabajan de manera vocacional. Pertenecer a esa extraordinaria categoría es, normalmente, sinónimo de que el trabajo va a comportar unos índices extremos de calidad, pues en el resultado de nuestros afanes se podrá encontrar eficacia, eficiencia, compromiso, productividad, creatividad, perspectiva…, y muchos otros galardones de los que carecen los trabajos chapuceros, toscos, imperfectos y mentirosos.

La vocación es más meritoria, si acaso, cuando se aplica a los trabajos públicos, ya que en aquellas acciones que benefician a muchos es donde se encuentra la posibilidad de conseguir grandes logros y, al observar una preocupación máxima por el bien común, donde desarrollar entornos sociales sólidos y pujantes. Como todo ello contribuye al progreso y al bienestar, los trabajadores públicos que ejercen por vocación, y que suelen poseer una importante vocación de servicio, han de ser valorados como elementos indispensables de la arquitectura de una sociedad avanzada. Que lo sean o no es una cuestión para tratar en otro momento.

Personalmente mi vocación siempre fue la memoria del hombre. Con seis o siete años descubrí fascinado que existía algo anterior a la Historia que alguien había categorizado en Edad de Piedra, Edad de Bronce y Edad de Hierro. Desde ese día tuve claro que mi futuro se encontraría en el estudio, descubrimiento y qué se yo lo qué del hombre y su paso por el planeta. Y con el devenir de los años acabé estudiando Arqueología para acabar dedicándome, por esas cosas de la vida, a los museos desde una administración pública. Y he de decir que, gracias a otras influencias ambientales, he procurado aplicar a mi capacidad profesional todos esos valores de mi personalidad que catalizan mis aptitudes: responsabilidad, lealtad, respeto, honestidad o justicia entre otros. Añado también que en todos estos años me he encontrado muchas personas con semejantes aptitudes, en este caso en el ámbito de la cultura, y puedo afirmar tambien que no se encuentran únicamente en aquellos oficios que solemos considerar como puramente vocacionales como la medicina, la educación, la cultura o la seguridad, sino que son frecuentes en personas que trabajan en la pura y dura administración de las cosas y las gentes.


Aunque, por desgracia, entre nosotros también podemos encontrar a otras personas cuya única vocación es consigo mismas. Da igual cuál sea su oficio original o cómo se haya desarrollado su trayectoria que siempre encuentran la mejor manera de lograr el beneficio propio. Suelen ser muy hábiles, sibilinos, narcisistas, amantes de lisonjas, las ocurrencias, el reparto discrecional y el conchabe, y tienen un punto de sociopatía que les empuja con todo y sobre todos para alcanzar sus objetivos gracias a su falta de empatía, escrúpulo y remordimiento. Si hace falta son mercenarios, sobre todo de sí mismos, y si tienen que usurpar el oficio de otro no encuentran problema pues consideran oportuno todo movimiento que les mantenga cerca de sus propósitos. Como tampoco son constantes, van y vienen porque han abdicado del esfuerzo que conlleva el compromiso, son líderes de la mediocridad inoperante y maestros del artificio y del oropel.

La mayoría de estas personas son encuadrables en dos categorías: los tontos y los malos. Y aquí es donde siempre topamos con el eterno dilema de quién es peor, si aquel que no sabe lo que hace por ignorancia o el que hace las cosas perversamente. Particularmente creo que los tontos son más peligrosos por la sencilla razón de que son impredecibles, mientras que a los malos se les ve venir. El malo es muchas cosas, pero de entre ellas la más reseñable es que es cobarde, por lo que puede ser relativamente fácil de contrarrestar; cuando sabes de lo que es capaz puedes aplicar contramedidas y, sabiendo que es espantadizo, rechazarlo con cierto éxito. Pero el tonto es ignorante, incauto, errático e inesperado, de modo que no sabes cómo actuar contra ellos y las consecuencias de sus actos pueden ser desastrosas; quizá sea por ello que los malos utilizan a los tontos, pues son manipulables, enfermizamente obedientes y tan compulsivamente serviles que les sirven bien para esconder sus miedos y alcanzar sus deseos mediante el método del ruina montium. Apenas quiero pensar en que haya tontos maliciosos o malos atontados, pues sería regodeo o vicio de sufrimiento; tortura masoquista sin más. Pero veo tanto de ello a mi alrededor que, si no fuera por la suerte que tengo de dormir excelentemente, contaría mis sueños por pesadillas.

Mis amigas, mis amigos, mis amigues (esta expresión es para los ofendibles) saben que empecé este año deseándoles felicidad y recordando que la civilización siempre vence a la barbarie. En estos tiempos de tribulación me gustaría enfocar las diferencias entre una y otra, como información de servicio y por si no se han parado a distinguirlas;  o por si tienen oxidado el pensamiento crítico, que es cosa frágil que no conviene tener a la intemperie si no se va a usar. La barbarie la hallamos fácilmente en aquellos que priman el beneficio ante el servicio, se encuentra también entre los que enarbolan la bandera de la hegemonía cultural, aparece con frecuencia entre los que confunden la fe con la idolatría, y pretenden hacer de ambas la norma común que someta la sociedad de todos, y es muy común en aquellos que no distinguen entre cultura y tradición, llegando a jalear el maltrato y la ofensa a la memoria hasta el punto de cuestionar y agredir los derechos que tanto cuesta adquirir.

Por su parte, la civilización se halla entre los desinteresados, los que buscan la concordia y respetan la diversidad, o en los que admiran la razón y aman la ciencia y es modelo habitual de conducta para aquellos que dignifican la custodia y trasmisión del patrimonio común y los valores universales. Así de sencilla y abrumadoramente contundente es la civilización. Tan absoluta que se comunica mediante acciones y no por medio de lenguas.

En definitiva, la barbarie y la civilización son la compañía que elegiste al elegir vocación: tú o todos.  Si eres de los primeros, la mala noticia es que siempre te recordaremos según tu elección; la buena es que estás a tiempo de cambiar.