miércoles, 18 de enero de 2017

Lo que no se paga no se valora


Interesante reflexión que habréis oído infinidad de veces aplicada a los servicios públicos. Y seguramente muchos estáis de acuerdo con lo que expresa. Es posible que incluso lo hayáis planteado con otras palabras: “lo que es gratis no merece la pena”. A mi parecer se trata de una falacia asentada en la convicción de que siempre que se presta un servicio es preciso que exista compensación económica a cambio y en la certeza, derivada de lo anterior, de que es válida también para los servicios públicos. El problema es que la frase, así aplicada, es una manera de inducirnos a pensar que la calidad de los servicios públicos puede estar determinada por su coste o, lo que es lo mismo, que si algo tiene un precio bajo es porque su calidad es inferior. Estos, en materia de cultura, son axiomas al menos discutibles, del mismo modo que lo son en el caso de la educación o de la sanidad.

Como veis, es posible inferir multitud de explicaciones a partir del título del post. Seguro que todas tienen su parte de razón y seguro que todas son en parte falsas. Yo no voy a evaluarlo en términos estrictamente económicos, sino que intentaré hacer un análisis desde el punto de vista de los museos públicos.

Cuando un servicio no funciona bien (o le parece a alguien que es así), una de las soluciones más sencillas a adoptar es la emulación de fórmulas de gestión que tienen éxito en otros lugares. Ya sea educación (¡el mejor modelo es el finlandés!), sanidad (¡en EE.UU están pensando en aplicar el modelo español de la seguridad social!), energía (¡los alemanes están apostando por…!), tendemos a tratar de copiar remedios ya contrastados pero olvidando que las soluciones a los problemas no son universales, como tampoco lo son las sociedades y menos aún la solvencia de los políticos. Que otros apliquen un modelo que les funciona bien no significa que sea mejor que lo que tenemos y tampoco es cierto que las soluciones externas sean fácilmente aplicables en un entorno diferente: en nuestro caso el español. Seguramente podrán servir de inspiración, pero lo que está claro es que la simple imitación no es un remedio magistral, sobre todo si no hacemos un análisis previo de los condicionantes y de la viabilidad de lo que se quiere aplicar.

La reflexión sobre el cobro o gratuidad es un debate recurrente: ejemplos recientes son la noticia la gratuidad en el acceso al Museo Patio Herreriano a partir de 2017, este reportaje sobre la cuestión, o más recientemente el anuncio de la intención de regular mediante pago las visitas al Panteón de Agripa. En el caso de los museos cuando surgen estos debates siempre me pregunto: ¿alguien ha analizado el público del museo y tomado una decisión sobre la base de ese análisis? ¿Las tarifas del museo se establecen por comparación, por intuición o porque alguien ha valorado el impacto de adoptar una u otra medida? Y las exenciones, ¿por qué son esas y no otras? ¿Qué motivo nos lleva a establecer visitas explicadas cautivas a un monumento? Y los horarios de apertura, ¿son lógicos...? Perdón que me dejo llevar…

Si escaso o nulo es el estudio de los requisitos de acceso a los museos públicos, se puede decir que inexistente es el análisis generado desde la premisa de que el valor que tiene la visita al museo debe primar por encima de la asignación de un precio, de la exigencia de una contrapartida económica para acceder al beneficio cultural. ¿Y por qué, me diréis, si está claro que su mantenimiento y puesta a disposición del ciudadano genera unas cargas y una asignación de recursos? Pues por una sencilla razón: porque ya pagamos unos impuestos que deben destinarse a sufragar esos costes. Porque lo que custodian esos museos es patrimonio cultural que debe ser universalmente accesible, porque en ese ámbito su acceso básico debe ser gratuito y porque de no hacerlo así estaremos poniendo barreras a su transmisión plena. Y si buscamos una respuesta más pragmática porque, por mucho que queramos, en el modelo museístico español los ingresos por entradas no cubren los costes operativos en la mayor parte de los casos; y no sólo eso, sino que en el caso de museos públicos los ingresos no revierten a la propia institución sino a la administración gestora, que lo ingresa en una caja común.

Dejando a un lado casos excepcionales, y siguiendo esta línea argumental, me podréis plantear que los museos ya no son solamente un bien esencial sino un recurso económico, con posibilidades de convertirse en motor económico, sobre todo en zonas deprimidas, un generador de empleo de calidad y un elemento para evitar la despoblación y bla, bla, bla… Podréis decir, ciertamente, que las estadísticas culturales así lo demuestran, que el gasto por persona en cultura tiende a crecer, o podréis mencionar la importante participación de la cultura en el PIB. No voy a negar el valor económico de los recursos patrimoniales, pero en este caso es muy común la tentación de reducir los argumentos para convertirlos en un mantra repetido de manera interesada entre los “malos” gestores públicos, los cuales tratan de camuflar sus carencias al amparo de la incorporación de una economía de mercado a la tarea de administrar los museos. Ante esto, yo me pregunto si los más ardientes defensores del cobro para la entrada a museos públicos estarían dispuestos a someter sus emolumentos al cumplimiento de objetivos.

Los datos, inapelables en lo cuantitativo, no son tan ciertos cuando los bajamos al terreno de lo inmediato o cuando nos referimos a casos concretos, sobre todo si como es habitual no ha existido planificación museística previa (concretamente en los aspectos que interesan a un plan de viabilidad). En consecuencia, el mensaje a los gestores públicos debe ser que la buena gestión no se encuentra en la capacidad para generar ingresos mediante el simple cobro de entradas, sino que deben buscarse alternativas que hagan sostenible a la institución: responsabilidad social corporativa, fórmulas de patrocinio y mecenazgo, transparencia, etc…

Foto Pixabay
Es más, admitiendo que el cobro de una entrada fuera irrenunciable: ¿qué criterios debemos utilizar para establecer la tarifa? Entre otras cosas porque la percepción sobre si un precio está bien establecido es altamente subjetiva. Hazte las siguientes preguntas: ¿cuánto estás dispuesto a pagar por entrar a un museo? y ¿de qué depende tu percepción sobre el precio? Puede depender de tu interés en verlo (si eres aficionado al tema que trata), de que sea el típico museo que no puedes dejar de ver (el Museo Nacional del Prado si vas a Madrid), de que la visita la hagas sólo o acompañado y quieras asumir todo el coste (una simple visita de 3 € puede convertirse en 12 € para una familia media), del prestigio del museo y sus campañas de promoción (un museo con buen marketing tiene mayor tirón), de la comparación con otros (¿qué tiene ese museo para que cueste tanto?), del tipo de visita que pretendes hacer (corta, larga, una sala…).

En definitiva, la experiencia de la visita es múltiple y por tanto no es posible crear precios ajustados a cada realidad. No obstante, si no podemos dejar de aplicar generalidades, lo que si podremos hacer es buscar soluciones que asimilen el mayor número de situaciones. Para ello lo primero que debemos hacer es preguntar al visitante (real o posible) sobre la valoración que hace de la entrada: si debe ser gratuita o debe pagarse, cuánto estaría dispuesto a pagar, en qué circunstancias, etc. Y sobre esa información establecer una política de precios que permita conjugar el acceso público con las necesidades del museo, teniendo en cuenta que las modificaciones en el precio a la alta o a la baja pueden emitir un mensaje de elitismo o banalización.

No dejemos tampoco de explorar posibilidades de mejora en la política de precios, como la aplicación de determinadas exenciones, el uso de bonos de visita para el propio centro o en colaboración con otros centros y servicios, la reducción de precios acompañada de una explotación optimizada de otros servicios del museo (tiendas, consignas, cafeterías) o, como ya se empiezan a plantear en algunos museos, la aplicación de precios variables según demanda (encarecimiento los fines de semana o encarecimiento progresivo hacia períodos finales de exposiciones temporales, horas de acceso más baratas…).

A la afirmación de “lo que no se paga no se valora” quizá habría que contraponer la afirmación “aprende a valorar lo que visitas y entiende su coste y precio” (una manera sencilla de resumirlo sería la genial frase de Quevedo de que “todo necio confunde valor y precio”). En este caso lo primero que deberíamos tener en cuenta es el valor de la cultura y su acceso y transmisión como derecho fundamental, teniendo en cuenta también los beneficios que genera en el desarrollo de nuestra personalidad y de nuestra identidad individual o común. La explicación de estos principios es otro trabajo a añadir a la labor que habitualmente hacemos en los museos.

1 comentario:

  1. Yo he tenido que enfrentarme muchas veces a la cuestión del precio de la entrada de un museo o sitio patrimonial. Yo parto del cálculo de los costes de la apertura pública del museo o sitio y de una hipótesis de número de visitantes, lo que me permite calcular cuál sería el hipotético punto de equilibrio contable. A partir de ahí te encuentras muchas situaciones distintas en función de la mentalidad de los responsables de la institución.
    Yo cada día soy más partidario de diferenciar lo que es la función social y didáctica de las instituciones patrimoniales de la función de motor de desarrollo turístico local, intentando que exista un equilibrio a través de la redistribución que implica, por ejemplo, que los turistas paguen para visitar una cueva con arte rupestre y sea gratuito para los estudiantes. La situación no es fácil pero lo que es completamente absurdo es que nadie se plantee hacer pagar entrada a las playas pero casi todo el mundo quiere cobrar por entrar al museo.

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