jueves, 11 de marzo de 2021

ALGUNAS ANALOGÍAS CONFUSAS

Ya sabéis que me gusta la precisión en el lenguaje. Quizá sea manifestación inocua de mis manías compulsivas, acaso cosa de mi carácter cartesiano, tal vez muestra vehemente de ese ensoberbecimiento tan natural en mí. O simplemente una sublimación de semejantes defectos que resulta en una afición por emplear diccionarios de consulta, de uso o de sinónimos, y que tiene como consecuencia el que tarde más de lo normal en rematar mis escritos.

Ser impreciso al usar la lengua resulta ineficaz pues fragiliza los códigos de transmisión y distorsiona el mensaje. Del mismo modo muestra pobreza de recursos comunicativos o pereza para usar la mejor herramienta que el ser humano ha sido capaz de crear y alimentar e incluso conlleva peligros.

Está claro que cada uno usa las palabras del modo en que cree que mejor van a explicar sus razonamientos y por ello hay tantas formas de decir las cosas como autores. Pero es también evidente que detrás de la elección de un vocabulario determinado, y de la selección de figuras retóricas, existe un trasfondo que muestra lo que se piensa de las cosas. Nuestra interpretación de las mismas se forma a partir de experiencias, conocimientos y procesos críticos que generan las ideas que rigen nuestras acciones de modo que, si partimos de supuestos desacertados, o desde prejuicios y falsos planteamientos, podemos llegar a entender las cosas de modo diferente a cómo son en realidad.

He observado que el relato periodístico sobre todo, pero también de las administraciones públicas, muestra a veces un concepto del patrimonio cultural bastante alejado de la realidad, por lo general incompleto y sesgado, demasiado pendiente del valor mercantil de los objetos y que deja al margen su relevancia como herencia o como conjunto de rasgos que se transmiten y que configuran nuestra identidad cultural. Y creo que es posible que la confusión derive del uso de la palabra “patrimonio” que, para bien o para mal, solemos tener más asociada a bienes y riquezas. También es probable que si generalizáramos la palabra “herencia” o, mejor, “legado” nos acercaríamos más a interpretaciones más relacionadas con la identidad, la continuidad o la creatividad y que eso nos llevaría a considerarlo como algo propio, común y activo. A lo mejor por eso los ingleses usan la palabra heritage en lugar de patrimony.

Por eso me desconsuelan una serie de voces que tradicionalmente se suelen vincular a las prácticas relacionadas con el patrimonio cultural y, en concreto, a los museos, la arqueología y el arte. Y como ya expresé en otra ocasión, más por divertimento que por crítica (que también la había), a veces son prueba de un desconocimiento, sensacionalismo o presuntuosidad que, al pretender hacer más llana la comprensión del mensaje “sacrifica las virtudes propias de los bienes a costa de conseguir una valorización imperfecta”.

Entre estas expresiones se encuentra la célebre “museos vivos” o “dar vida a los museos”, un recurso retórico que representa la intención de estimular la acción de alguno de estos centros y que puede vincularse a una estrategia para impulsar sus entornos inmediatos, ya sea social, cultural o económicamente. El error al usar la expresión se encuentra en que si hay que vivificar un museo es porque entendamos que estaba muerto o porque creamos que estas instituciones lo están habitualmente y eso es una obsesión que está tan arraigada en la mayoría de la ciudadanía como en un altísimo porcentaje de aquellos a los que les corresponden las competencias de los museos. “Museos vivos” es una frase que también se utiliza para camuflar períodos de indolencia institucional, para desmarcarse de responsabilidades previas o para ostentar una ilusoria imagen de renovación. Posiblemente gran culpa de estos usos provengan de un mal entendimiento, inconexo y descontextualizado, del famoso manifiesto de Marinetti en el que se abogaba por una transformación radical a partir de la destrucción del pasado. Teniendo en cuenta esto, y sabiendo en qué acabo su deriva ideológica, es posible que articular discursos a partir de su dibujo de los museos como cementerios del arte no sea la mejor de las opiniones.

Relacionada con esta última idea se encuentra la de pensar en los museos como lugares de almacenamiento sin medida, centros de acumulación de objetos polvorientos y de cajas apiladas en equilibrio precario. A este esbozo han contribuido tanto la imagen de cierto arqueólogo que busca arcas para reservarlas luego en el olvido burocrático, como la del conservador abstraído que solamente cuenta con tiempo para el estudio y la investigación, apenas preocupado por si los objetos se presentan como deben. Parece claro que el museo y sus profesionales no hacemos suficiente para arrinconar estos arquetipos, e incluso diría que hay quien los fomenta porque “si la gente no viene al museo tampoco la vas a obligar”. En definitiva, la imagen del museo como una necrópolis desatendida se soluciona explicando lo que se hace en el museo y por qué se hace, es decir, explicando su misión y, por supuesto, abriendo de algún modo los almacenes como hizo recientemente, con tan buen acierto, el Museo Nacional de Escultura con su exposición “Almacén. El lugar de los invisibles”.

Entroncando también con este imaginario se encuentra igualmente el uso tan extendido de la palabra “tesoro”, que suele venir acompañado de vocablos como “atesoramiento”, “joya”, “secreto”, “botín” o “trofeo” y de expresiones como “amasar”, “acopiar” o “caja fuerte” que pueden servir todas ellas para ilustrar una imagen del museo entendido como un sagrario para depositar las excelsas muestras de un patrimonio cultural, considerado éste como símbolo de una determinada cosmovisión. Y que, apelando a la pasión más que a la razón, se acerca tanto a los nacionalismos excluyentes que, bajo la falsa apariencia de la identidad, se constituye en elemento divisorio más que en factor de integración. “Lo tengo yo hablado con todo el pueblo. Pregunte, pregunte por ahí, si quiere”.

La literatura museal siempre ha tenido como antecedentes de los museos, entre otros, a los tesoros de las iglesias medievales, pensados para albergar objetos con valor económico o simbólico, a las colecciones reales, para el disfrute personal y muestra de estatus, o a las acumulaciones de los eruditos renacentistas, como repositorio humanista para el conocimiento del mundo. Sin duda son magníficos ejemplos de cómo se fueron configurando las colecciones de objetos en el pasado, pero actualmente no podemos equiparar estas taxonomías a los que significan los museos hoy en día. Las instituciones museísticas actuales buscan su camino como lugares de acción social y participación humana, de modo que percibirlos como meros relicarios envía un mensaje reprochable. Los ciudadanos hemos confiado su custodia a instituciones y profesionales y si su labor se limita a la acumulación de objetos sin compartirla (ya sea por interés monetario, de prestigio o científico) tendemos a sospechar que en el acaparamiento existe la intención de medrar beneficio en la escasez o en la exclusión. De modo que, detrás del uso de estos términos puede acechar la imperdonable idea de que los museos guardan para sí los bienes culturales que a todos pertenecen y que esto se hace porque no todos somos merecedores de su disfrute o porque se quiere reservar (esta voluntad no tiene por qué ser consciente) para una élite cultural que suele serlo también en lo social. Incluso podría verse un interés en monopolizar conocimientos que, mediante el sacrificio de la transparencia y del acceso universal, resulta en una manipulación del mensaje y en una represión de derechos.

Junto a todo lo anterior también se encuentra uno de los usos del lenguaje que más me fascina. El que ofrece experiencias museísticas bajo la divisa de que son un lujo al alcance del usuario; así, como si fueran alhajas en su estuche (que un poco sí lo son, pero por otros motivos). Naturalmente quedo sobrecogido por estos modos, no diré que sorprendido sin embargo, porque creo que un museo es cualquier cosa menos un lujo. Llevamos más de doscientos años intentando precisar lo que es un museo, sin que hayamos conseguido tener clara una definición del mismo, pero si en una cosa estamos de acuerdo es en que los museos garantizan el acceso universal a la cultura y a los bienes públicos, por lo que son instituciones no excluyentes y asequibles; al menos coincidimos en ello un número importante de quienes estamos pendientes del asunto. 

Asociar a los museos con el lujo es un pensamiento tan tosco como los ya vistos respecto a los tesoros y suele ir también acompañado de frases donde el término museo viene acompañado por otros tan turbadores como “esconder” u “ocultar”. A veces, disimulados entre las líneas de actuación de las políticas públicas, o de los escritos de la prensa, podemos encontrar estos mensajes equívocos que provienen de concepciones exclusivistas de la cultura, nacidas en el ánimo de quien está acostumbrado a poseerla con ánimo hegemónico o cuajadas en el desprecio de quien nunca la ha tenido como un valor prioritario. Que cada cual se interesa por lo que le parece, faltaría, pero eso no significa que haya que obstaculizar los afanes del prójimo.

En resumen. Estamos tan sumergidos en una idea de la cultura construida sobre el mercado, en que toda manifestación o expresión debe generar un retorno económico y en la preeminencia del ocio por encima del disfrute, que hemos terminado por considerar la visita al museo como un bien de consumo, un gasto que solo sabemos valorar en términos monetizables. Y ello en perjuicio de considerarla una inversión en nuestros derechos, un bien esencial al que accedemos de manera participativa, donde nos encontramos para establecer diálogos, proponer debates para entendernos y entender el mundo o donde desarrollar la creatividad. Un lugar al que acudimos a pensar, vivir, disfrutar, luchar, amar, conocer, ayudar, curarnos, unir, estar, ser… Y eso nunca ha estado lejos de nuestro alcance ni debe encontrarse más allá de los medios que un ciudadano corriente tiene para conseguir las cosas. Así que pensar en los museos como un lujo supone pensar en ellos desde la exclusividad, desde la élite cultural, desde una posición de confrontación entre el visitante y el usuario. Y esto es alarmante si sucede porque quienes tenemos la responsabilidad directa de su custodia y transmisión sintamos que nuestro papel es imprescindible en el proceso interpretativo, en lugar de vernos como mediadores.

Mi humilde recomendación es que os quedéis con el afán de usar el lenguaje con precisión, que a lo mejor no hecho más que mostrar mis propios recelos y he creído ver prejuicios donde no había más que florituras narrativas.

miércoles, 10 de febrero de 2021

OPORTUNIDADES PARA SOBREVIVIR

Se va a cumplir un año de esta entrada en el blog. Una entrada donde apenas sabía cómo mentar la pandemia, donde ni imaginábamos que pasaríamos más de 50 días de estricto confinamiento y que nos esperaba una triste historia que no es necesario relatar por conocida y persistente. 

Creo que estamos dejando pasar lo que en su momento tomaba por una oportunidad para hacer mejores nuestros museos. Cierto es que se han ido tomado decisiones y que se ha avanzado en algunas cuestiones pero, sin embargo, no ha sido suficiente para aupar a los museos por encima del borde del agua. Si es que parece que apenas hacen pie y boquean entre saltitos para seguir respirando, lo cual no parece ser una situación deseable porque todos sabemos que al final te cansas y solo queda volver a un lugar seguro o ahogarse. En ambos casos tragas.

Asegurada la custodia y tratamiento de las colecciones de los museos, así como la protección de su personal gracias a la excelente labor de las autoridades sanitarias y el compromiso de sus dirigentes, y garantizadas unas condiciones seguras de visita sobre la base de la profesionalidad de sus trabajadores y la responsabilidad de los visitantes, hemos visto cómo en cuestión de pocos meses se ha pasado de lanzar el mensaje #LaCulturaEsSegura a cerrar los centros museísticos y otros centros culturales. Esto no ha sido así en todas partes, lo que únicamente demuestra que no existen soluciones universales contra las crisis y que los criterios de apertura o cierre de establecimientos mudan de una administración a otra o, simplemente, que sufren los embates de posturas más desafiantes que racionales y, lamentablemente, los vaivenes de la acción política o el furor arrebatado de la red social.

Particularmente no entiendo cómo se puede pensar que un museo es actualmente un lugar con alto riesgo de contagio. Suelen tener amplios espacios, los aforos están muy limitados, las medidas sanitarias (mascarilla, gel, distancia interpersonal…) son obligatorias, se siguen los protocolos apropiados y existen auxiliares de sala que controlan las circulaciones, de modo que pueden impedir la coexistencia de demasiados visitantes en una misma zona. Lo mismo pasa en lo que se refiere a los encuentros, conferencias, talleres o conciertos que alojan. ¿Entonces? ¿Por qué se cierran estos centros? Parece ser que se quiere contribuir a reducir el contacto social, pero me da la sensación de que no se ha explicado bien, ni suficientemente, que aun siendo los museos espacios seguros y donde se contemplan todas las garantías, se cierran para eliminar todo vestigio de trato interpersonal (que dicho así suena aterrador). Aunque realmente me da la sensación de que era la única operación que entrañaba un riesgo político asumible, por considerarlo limitado, y que añadía el suficiente impacto mediático como para enmascarar la ausencia de otras medidas (probablemente más previsibles). 

No entiendo tampoco que si lo que se quiere es restringir al máximo la circulación y el contacto se mantengan abiertas otras actividades sociales y se permita la interacción. No está en mi ánimo poner la mirada sobre otros sectores, que no soy de denostar la posición ajena para defender la propia, sino solamente hacer notar que mucha lógica no tiene que un visitante vea limitado su derecho a la cultura mientras se le permite rondar por otros foros en los que nadie parece estar preocupado por la seguridad del de al lado. Fiar el control del contacto social a la responsabilidad individual parece una quimera cuando vemos que esta medida es la menos responsable de todas y la más individualista.

Pero lo que realmente me tiene preocupado es ver algunos alegatos que dicen que tan “marginal” es el beneficio del cierre de los centros como el daño al sector. Creo que en el fondo de esas afirmaciones se encuentra latente la eterna consideración de la cultura, en este caso de la visita al museo, como una simple mercancía donde sus beneficios solamente se miden en términos económicos.

Si algo ha traído esta pandemia ha sido la constatación de que la cultura es un bien esencial y que sus beneficios ni son sacrificables ni se pueden colocar al final de la lista. La cultura, en sus numerosas manifestaciones, nos ha acompañado durante esta amarga procesión que transitamos entre positivos y fallecidos. En lo que llevamos de pandemia las creaciones culturales han iluminado espacios sombríos, han proporcionado entereza a las almas dolientes o han ayudado a dominar la desesperación. Pero igualmente han alegrado el espíritu y el ánimo, han generado relaciones y compromisos a través de dispositivos digitales, o incluso de balcón a terraza, y han evidenciado que la cultura se encuentra siempre cercana y que solamente puede entenderse si proviene del propio cuerpo social. Que únicamente es factible como expresión conjunta, mediante la fusión de sensibilidades y reflexiones, en un entorno libre, abierto y participativo. Así que al cierre temporal de los museos nunca se le puede considerar como algo marginal, que es lo mismo que decir que son algo secundario, accesorio o insignificante y que los daños a algo ínfimo, ínfimos son.

Otra cosa a tener en cuenta. La medida de cierre viene acompañada por la proclama de que es posible suplir la actividad presencial mediante una oferta online diversa (lo que es una redundancia porque diversas son las ofertas de los centros), gratuita (lo que de significar algo sería que quien sufre las consecuencias puede ser el sector creativo) y de calidad (estaría bueno que no lo fuera). En definitiva, un discurso grandilocuente y vacuo que elude admitir que escasea la estrategia digital y que solamente se está retrasmitiendo la actividad presencial. Que la retransmisión no sea por televisión o radio únicamente expresa que se ha ampliado el número de plataformas que permiten el acceso a la misma.

Internet está llena de estudios y valoraciones sobre cultura digital, así que no es preciso ahondar en el tema. Lo que sí parece necesario es darse cuenta de que no se debe confundir la mera trasposición en línea de una actividad presencial con crear o producir actividades digitales y considerar que una oferta digital se hace para reemplazar en lugar de para complementar. Los formatos, contenidos, plataformas, tiempos, lenguajes, públicos u objetivos no son los mismos y, además, este desconcierto implica riesgos añadidos. Entre ellos hay que destacar el riesgo de precarización de los profesionales, porque al reproducir una y otra vez las creaciones se puede restar valor a la creación y vulnerar el trabajo. A ello se puede añadir que los públicos consumidores son distintos y que su comportamiento es desconocido, como lo es la forma en que debe abordarse su comunicación y promoción; de modo que al intentar atraerlos sin criterio no conseguimos fidelizarlos y, por el contrario, podemos perder a los que ya teníamos en el ámbito presencial. Y no dejemos al margen a la siempre olvidada brecha digital, que parece que no nos queremos enterar de que no todos los ciudadanos tienen garantizado el acceso a equipamientos y de que hay muchas limitaciones en cuanto a la utilización y comprensión de los mismos. Y si además pretendemos limitar la evaluación de estos desempeños a las magras cifras de usuarios, estaremos haciendo una evaluación incompleta, lo que es ineficaz, ineficiente y quizá inservible para los propósitos públicos, y que solamente satisface al juicio lisonjero de la prensa.

En definitiva, si queremos ponernos un poco al día es preciso que los museos empiecen a crear nuevos contenidos para la nueva comunidad digital y eso no se hace a base de estacazos de streaming. Y para ello no es menos importante proporcionar nuevas estructuras de trabajo porque, no nos engañemos, la pretendida explosión de actividad digital deviene en la mayoría de los casos de la emergencia coyuntural de distraer recursos de otras áreas o competencias, o de una impuesta consigna de trabajo que devolverá a los centros a sus cauces habituales en cuanto acaben las restricciones de turno a la movilidad. “Las gallinas que entran por las que salen” es también una verdad absoluta en los museos.

No nos engañemos, el paisaje actual de los museos evoca al resultante del impacto de una bomba nuclear, de un tsunami, de un terremoto violento. Cuando museos públicos cierran o no alcanzan los ingresos suficientes para sostener su actividad, cuando solamente retienen el 30 por ciento de sus visitantes, cuando solamente nos fijamos en los grandes ballenas para hacer categorías de las excepciones y abandonamos al débil, cuando la carrera por la supervivencia se intuye a costa de otros, es necesario que nos demos cuenta de que esta crisis no es un paréntesis que permita volver a casilla en la que te encontrabas antes de empezar. Sobre todo porque, precisamente, el concepto actual de museo ya se encontraba en cuestión cuando la COVID-19 no había aparecido. Ahora ya no bastan planes de contingencia sino que estamos a expensas de que se aplique la política museística valiente, eficaz, sostenible y solidaria que ya se ha demandado otras veces.

Por supuesto no nos sirve el aforismo de que no hay que hacer mudanza en tiempos de tribulación, sino que es precisamente ésta la que nos empuja a transformar el museo. Y en esa ocupación debemos centrarnos y arriesgarnos, salvo que queramos ser el siervo que enterró el talento.