«…y salir anunciado por la televisión». Era la pegadiza letra de una canción de los primeros años 80 que viene al pelo para introducir el tema de hoy, que no es más que la tan comentada descolonización de los museos. Sé que en este mundo acelerado en el que se todo se consume vorazmente, ya sea comida, experiencias, pasiones o noticias, nos pueda parecer que es un debate ya antiguo y olvidado. Pero como me crie en una sociedad flemática me quiero refugiar en la obstinación de considerar las cosas cuando lo crea conveniente y en dejar que las ideas se decanten durante un tiempo para emplatarlas limpias y sabrosas. Aunque aventuro que la polémica va para largo.
La letra de la canción que titula ya criticaba, de algún modo básico e ingenuo, a la sociedad consumista de entonces, sin imaginar siquiera los límites que esta sería capaz de sobrepasar y que, muchas veces a causa de prejuicios heredados y atrevidas ignorancias, llega incluso a cuestionar la constitución y gestión de las colecciones de los museos; que es en nuestro caso lo que nos preocupa. El bote de colón, en este contexto, nos sirve para presentar la insignificancia del objeto como fetiche y cómo este rasgo lo descontextualiza hasta hacer que pierda su significado en pos de una naturaleza solamente ornamental.
Por la misma época ochentera agonizaba la existencia de uno
de los juguetes más vendidos del desarrollismo español, el Madelman; aquel
muñeco articulado con fascinantes variedades que acabó siendo liquidado por las
insaciables corrientes de la mercantilización. Entre los modelos disponibles se
encontraba uno de los primeros que tuve, el «Kenia safari», en cuyo kit
convivían un explorador y un porteador.
Inspirados, probablemente, en imaginarios «livingstonianos» y
«tarzanianos» estos personajes eternizaban en el inconsciente infantil la
figura del europeo dominante junto a la del nativo subordinado, por no decir
sumiso. En defensa de la estampa hay que decir que es cierto que a la jungla
tienes que ir ayudado por mano de obra y guía de la zona, del mismo modo que en
el Camino de Santiago buscas que te lleve la mochila una empresa de mensajería
cercana y no te traes unos sherpas al efecto y que en todo esto algo tendrían
que ver Verne o Salgari. Pero, aunque estemos en un mundo globalizado donde ya
no puede sorprendernos que tengamos que comprar aceite de oliva africano para vender
el propio a los italianos, que estos lo etiqueten como suyo y lo vendan en EE.
UU., lo que asombra es que cuarenta años después queramos mantener paradigmas
de alienación y que haya que luchar desaforadamente para hacer patente la
incoherencia de pretender que el pasado es inmarcesible y que este asunto
hipoteque otro futuro posible.
Y pasa igual, sin ir más lejos, en las películas de Indiana
Jones, donde curiosamente la participación de los indígenas sirve de algún modo
como pretexto para «rescatar» magníficos artefactos que, a riesgo de que sean
saqueados y hurtados a la memoria del mundo, acaban en un museo, cuando no reposan
en el colapsado y apartado almacén de los secretos; eso sí, siempre ubicado en un país del blanquérrimo Occidente. Desde luego que la acción trascurría en
momentos en los que estas cosas se veían como normales, por lo que el afán no
está en pretender que se corrijan las ambientaciones para adaptarlas a los
valores modernos. Lo que se procura, en este caso, es poner el punto de mira sobre
la manera en que se construye un imaginario y reparar en que es complicado hallar
argumentos a favor de la descolonización que sirvan ante quien no se preocupa de
ir más allá de un universo inmediato y cómodo.
En el fondo de la cuestión de la descolonización de los
museos se encuentra la misma construcción del mundo y una visión eurocéntrica de
este que ansía apuntalar, a costa de un evocador pasado de conquista, una cada vez
más mermada y raquítica influencia sobre la globalidad. A veintipocos años del
inicio del siglo un buen número de países, los países del «tercer mundo» (adviertan
otra imposición terminológica del continente nuclear), tienen derecho a ser
ellos quienes interpreten su historia conforme a su pensamiento. Aquellos
países con un pasado a expensas de las metrópolis occidentales, muchos de ellos
ahora «emergentes», cuentan con una postura suficientemente decidida para
reclamar la autoría del relato y con el convencimiento de que su historia debe
ser escrita a partir de su papel protagonista y no como el resultado de la
condescendencia de las comunidades que, pretendidamente, las alumbraron.
Pero el gran problema que encuentran estas comunidades es
que la construcción de su identidad está horadada y minada por los grandes
vacíos que hallan a la hora de ilustrar y documentar a uno de los instrumentos
que mejor sirve a estos propósitos: la institución museo. Y dentro de esta, la
herramienta más significativa con que cuenta para constituir una comunicación
intelectual y emocional con el visitante: la colección. Y les duele viajar a
las grandes capitales europeas, a los santasanctorums de la museología, y
encontrar las posesiones de sus ancestros muchas veces con apenas referencias, desposeídos
de un contexto, presentados más como trofeos que como piezas de un constructo
social e histórico y despojados del significado que se les dio al crearlos. Y únicamente porque la presentación expositiva
no tiene en cuenta su trascendencia en el seno de una comunidad concreta.
Pero lo peor de la controversia sobre la descolonización es advertir
el curioso fenómeno que se produce actualmente en esta sociedad vertiginosa de
la que ya hablábamos cada vez que se roza, aunque sea, cualquier pilar de la
identidad. Y no es más que el furibundo rechazo que se ha generado ante lo que
algunos consideran una descapitalización de los museos, un revisionismo a
merced de la dictadura progre, acomplejado y embadurnado de presentismo y, si
me apuran, un atentado a la identidad judeocristiana, liberal e incluso
androcéntrica.
Y en esta pelea, más suya que de la gran mayoría de la
sociedad, es interesante que para defender esta postura anti-descolonizadora se
acuda siempre a la opinión de politólogos, divulgadores, historiadores,
tertulianos y prescriptores de diverso pelaje, «expertos», opinólogos en
general, a quienes hemos dejado que invadan todo el universo cultural. ¿Todo?
¡No! En este panorama aún nos queda una pequeña aldea poblada por irreductibles
museólogos que resisten contra la imposición de la hegemonía cultural y quien
solamente les queda el recurso de acudir al tan poco común, desgraciadamente,
ejercicio del pensamiento crítico. Fíjense, iba a hacer el chiste al decir unos
«museógalos», pero finalmente lo descarté por no tener demasiada gracia y para
eludir una proximidad inoportuna con algunos padres de la museología, galos
también, que en cierto modo fueron reos, perpetradores más bien, de esta arquitectura
europea del lenguaje museológico. Es inevitable que, como muchas veces pasa,
las deslumbrantes luces de su esfuerzo por los museos hayan producido las duras,
oscuras y afiladas sombras que ahora toca combatir.
Pero no vayan a pensar que los museólogos estamos
interesados en mantener guerras culturales con el resto de la humanidad.
Precisamente los museos son instituciones de prestigio en cuyo seno procuramos
fomentar debates sobre el pasado y el presente, sobre el lugar de donde venimos
y hacia dónde queremos ir; y siempre con espíritu de concordia. En este mismo
blog ya se ha hablado de que los
museos no son neutrales y, sin que ello signifique que deban ser
beligerantes, lo que no podemos es seguir amparando discursos que perpetúen la
exclusión, la sumisión a ideologías dominantes o la subordinación a una
historia monolítica en la que se privilegie un único punto de vista. En
definitiva, sigue siendo necesario recordar que el no adoptar postura es,
precisamente, elegir una (la de no participar), de modo que esta aséptica y no
comprometida neutralidad suprime el conflicto y esquiva la capacidad de la
sociedad para avanzar.
Llevo tiempo diciendo que la misión de los museos es hacer
felices a los ciudadanos y evidentemente no se puede ejercer dicho cometido cuando se pretende que nuestros museos se empeñen en evitar preguntas incómodas. Interrogarse sobre
si estamos contando nuestra historia como parte equivalente de un
todo o si necesitamos construirla a partir del mantenimiento de rehenes (las
colecciones); sobre si el discurso que queremos es el de la sala de trofeos o
el gabinete de curiosidades en lugar del que surge de una asamblea ciudadana como
manifestación de la independencia comunitaria; o sobre si lo que queremos que nos
identifique es una relación afectuosa y enriquecedora entre colectividades o el
enfrentamiento excluyente entre oponentes. La elección es únicamente nuestra.
Cuestionarnos esto es lo que nos diferencia a los museólogos
de la mayor parte de los opinólogos; los de sentencia virulenta, los que temen
que queramos atentar contra la historiografía y les cambiemos las reglas, como
si la letra cincelada en su manual de historia, amarillento por el sobeteo y la
idolatría, fuera más importante que la historia real; un vademécum más valioso que el inevitable
compromiso del conservador de museos de presentar la memoria desde puntos de
vista poliédricos. Pues bien, para rebatir su verborrea fácil, insensata e
impensada, solamente podemos usar procesos que duden de las verdades absolutas y
que nos permitan analizar y evaluar nuestros razonamientos para generar así el
armazón idóneo de un contexto auténtico e irrefutable. La verdad es que, en
esta batalla, que no ha de ser solo del museólogo sino de todos, es fácil
entrever en el opuesto el temor a la pérdida de una conciencia dominante y
excluyente que se alimenta de rancios símbolos, endogamias y homogamias,
antagonismos, maniqueísmos, purezas de condición (por no decir de raza) y un avaricioso
afán por el poder y el dinero. El interés de aquellos cuyos bolsillos están
forrados de tela de bandera.
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Pero volvamos a lo que realmente significa descolonizar los museos tras haber dibujado los motivos por los que se ataca tan ferozmente esta intención. De las carencias que tienen las comunidades para narrar sus orígenes y devenires, de este injusto escenario, ya se han dado cuenta los museólogos desde hace tiempo pues tenemos la costumbre, afortunada o desdichada, de cuestionarnos hasta el mismo concepto de museo casi desde el mismo momento en que acordamos uno. Y en ese intercambio epistemológico, que se produce entre comunidades de todo el mundo, se ha advertido la posición dominante de la museología Europa y Norteamericana sobre las del resto de continentes, de modo que se producen factores de corrección mediante la generalización de instrumentos que cuestionan la propia disciplina de la museología en cuanto a cuestiones como la descolonización. Por suerte, en la reciprocidad de inquietudes que se plantean en el seno de la comunidad museal se encuentra la razón de la preocupación actual de los museos del mundo por abrir el debate de la descolonización.
Pero las herramientas disponibles, como la guía
realizada por Museums Association, son meros mecanismos técnicos que
pueden servir para enfrentarnos responsablemente a la cuestión de que, en
muchos casos, atesoramos colecciones que pertenecen a otra comunidad, en el
sentido de que son hacedores aunque no titulares. Y para llegar hasta allí
tendremos que afrontar todas las fases del duelo, que al fin y al cabo es lo
que esto es: la pérdida irremediable de otras glorias e incluso del honor.
Ahora mismo nos encontramos en las fases de negación e ira ante la «desfachatez» de los museos, y de otras instituciones sensatas, de siquiera cuestionar la
legitimidad (que no legalidad) de la reivindicación. Luego llegará la
negociación con sus juegos de trileros, extorsiones y compensaciones, pero es
muy probable que todo termine en aceptación tras la correspondiente depresión.
Miren si no cómo se está desarrollando el tema en otros países.
No vayamos, sin embargo, a caer en la trampa del presentismo
y del simplismo. Existen muchas colecciones en los museos que están en ellos
mediante procedimientos que eran decididamente legales en su momento histórico
(producción de un estado constituido legalmente, regalo, compra, intercambio, etc.)
pero también hay muchos casos de colecciones saqueadas, expolios y engaños que
deben analizarse detenidamente. Lo que proponemos los museos y museólogos es que
se examinen las situaciones existentes, que se reconozcan las realidades de
cada caso y que ello conlleve, si acaso, la adopción de medidas que contribuyan
a que las colecciones de los museos se encuentren en el lugar que deben. Esto
no significa que haya que restituir cada objeto, desde luego, pero no vamos a
poder eludir la obstinación de la realidad durante mucho tiempo, por lo que es
preciso que impulsemos el ejercicio de valorar la probidad de las
reclamaciones; y en la cuestión de la descoloniación en España ya vamos por detrás, para variar, del resto de
democracias de nuestro ámbito.
Y tampoco nos quedemos envarados en la mera restitución o no porque la descolonización no solamente tiene que ver con la procedencia y destino de objetos de museos, ya que implica una revisión profunda de asuntos tales como el uso del lenguaje y la simbología, de las relaciones entre los objetos y sus procedencias, de las historias ocultas u ocultadas, del reconocimiento de la diversidad o del idioma, de las presentaciones con restos humanos o del tratamiento del género, raza o condición en la presentación museística. Así de complejo es esto y sin haber rascado apenas la superficie.
Los museólogos debemos rechazar los ataques de aquellos que aún no se han dado cuenta de que el museo ya no está centrado en objetos, sino que lo está en personas; y en esta aspiración somos la vanguardia que ha de orientar la línea política de las instituciones culturales. Sed resistentes, pues ante aquellos que quieren imponernos la terquedad de la historia áulica vamos a tener que responder a menudo con la magnífica frase de I am so fucking thankful that you are here to explain my job to me.