Cuando has pasado varios años trabajando en las entrañas de un museo, entre las piezas y su documentación o sumergido en los recuerdos que trabajadores y visitantes tienen sobre el centro, hay una cosa que te acaba quedando muy evidente: la institución museo permanece en el tiempo, con modificaciones de dispar calado pero con una integridad transcendente. Contemplar, cien años más tarde, las fichas de catalogación que un antiguo conservador redactó para el mismo objeto que tienes delante, te hace comprender que el museo está por encima de uno mismo y por encima del resto de personas que envuelven su entorno temporal inmediato. Esta percepción es fundamental para entender la labor que tiene el museo como custodio del patrimonio cultural y responsable de su transmisión, sobre todo si el museo es público.
La colectividad ha facilitado la existencia en estos últimos
de trabajadores que conjugan su capacitación técnica con un compromiso
específico, inherente al puesto, y que está destinado a salvaguardar el interés
común a partir de un sistema de garantías. Estos empleados públicos reúnen su formación específica, sobre la que han desarrollado un depurado criterio
profesional, con una larga experiencia asentada en la práctica, en la
información proporcionada por empleados precedentes, en el contacto con múltiples
y variadas escenarios profesionales y en el acceso a recursos solamente
disponibles en instituciones de entidad suficiente. Exactamente lo mismo que un
médico, un profesor, un abogado o un ingeniero adscrito al servicio público. Ténganlo en cuenta
mientras leen el resto de esta entrada.
Estos primeros párrafos, cargados de conceptos
incontrovertibles, son solamente el antecedente de la cuestión sobre la que hoy
reflexiono. Me propongo lanzar el debate
sobre las reclamaciones patrimoniales, sobre lo que muchas veces se llaman
restituciones o devoluciones pero que en el fondo parecen tentativas de
incautación al amparo de argumentos de ventaja política, con reivindicaciones
populistas y grandes dosis de oportunismo. Estas demandas suelen estar
manejadas por políticos mediocres y, por lo general, sumamente irresponsables.
Una precisión. No se
trata de ponerse a favor de unos casos u otros, ni de defender posturas de
parte, ni siquiera de hacer referencia a casos concretos por todos conocidos.
Tampoco entra a valorar si los bienes han sido robados, incautados, comprados
mediante engaños, vendidos (i)legalmente, regalados, entregados como hallazgo
arqueológico o adquiridos en subasta. Es decir, esto no va de los documentos
del Archivo de Salamanca, ni de los frescos de Sijena, ni de la Dama de Elche, ni de la Cruz de Peñalba, ni de los mármoles del Partenón, … O sí, a lo mejor sí va de eso.
Con recurrente frecuencia se genera debate sobre aquellos
objetos pertenecientes al patrimonio cultural que se hallan fuera de su entorno
original. Más allá de las dificultades que muchas veces existen para determinar
con claridad cuál es éste (se manejan razonamientos como la geografía, el
concepto, la propiedad, la trayectoria histórica, los derechos sobrevenidos, la
herencia), solemos encontrar argumentos identitarios para justificar demandas
de retorno y ni siquiera en este punto podemos aportar un término claro para designar
a la solicitud (¿restitución, devolución, reposición, restauración…?). Lo que
sí parece ser paradigma es que tras la
mayoría de estas demandas se encuentra un componente aglutinador, teñido de
identidad cultural pero que en realidad se acerca más al nacionalismo. La
diferencia en este caso está, a mi juicio, en que el nacionalismo necesita
fetiches para apuntalar su doctrina política, manteniendo una actitud
profundamente exclusivista, mientras que la identidad cultural es un conjunto
de percepciones individuales que puede utilizar símbolos para consolidar el
sentimiento de pertenencia, pero utilizándolos como elemento integrador y sin
necesidad de generar un culto al objeto.
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La civilización vence a la barbarie (casi siempre) |
Me gusta pensar que el museo se construye gracias al esfuerzo comunitario en las
sociedades en las que se encuentran. El museo crece y evoluciona gracias a las
aportaciones de sus visitantes, el empeño de sus trabajadores, la contribución
de donantes y depositarios, el trabajo de los investigadores y, como no, el
impulso político de personas a las que concedemos atribuciones para que
gestionen y defiendan nuestros activos. Lamentablemente cometemos muchas veces
el error de dar esos poderes a quienes no son capaces de administrarlos en beneficio del interés general; peor aún, somos capaces
de tener la suficiente desidia como para permitir que algunos políticos
confundan la defensa de nuestros intereses con la de los propios, ya sean
individuales o grupales. De ahí que muchas
veces por mediocridad, ignorancia o simple pereza, se acabe recurriendo a fáciles
postulados reduccionistas que buscan rentas inmediatas y por tanto huecas.
Y esto nos lleva de vuelta a los empleados públicos. Ya les
dije que los tuvieran en cuenta. El respaldo ciudadano a un político no puede
ser aval, y menos argumento, para justificar acciones a las que les falta
reflexión, del mismo modo que no puede servir para purgarlas en caso de que se violenten
consideraciones técnicas para disimular carencias políticas. En concreto, en los casos de reclamaciones de objetos
patrimoniales convendría atender con mayor respeto los criterios técnicos, que
están amparados siempre por el rigor de un marco legal y muchas veces por la
plasticidad del sentido común.
Naturalmente los criterios técnicos no son absolutos y la
mayor o menor incidencia sobre un determinado factor puede decantar una decisión
en uno u otro sentido. Sin embargo, debemos darnos cuenta de que esos objetos
en discordia tienen su propia historia y en ella se encuentra gran parte de su
significado. Arrancarlos del museo en que se encuentran, y enviarlos a un nuevo
destino poco meditado y oportunista, podría ser un grave error pues su
comprensión actual depende, en gran medida de la manera en que se presentan en
el museo, del mismo modo que otros objetos se explican gracias a los vínculos
interpretativos que un discurso museológico ha facilitado entre ellos. No
pueden quedar al margen otros factores de gran importancia, como la existencia
de un acceso más amplio a la investigación o al disfrute sensorial del objeto,
ni tampoco de la capacidad de custodia, en ocasiones discutible en los nuevos
destinos propuestos.
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