miércoles, 10 de febrero de 2021

OPORTUNIDADES PARA SOBREVIVIR

Se va a cumplir un año de esta entrada en el blog. Una entrada donde apenas sabía cómo mentar la pandemia, donde ni imaginábamos que pasaríamos más de 50 días de estricto confinamiento y que nos esperaba una triste historia que no es necesario relatar por conocida y persistente. 

Creo que estamos dejando pasar lo que en su momento tomaba por una oportunidad para hacer mejores nuestros museos. Cierto es que se han ido tomado decisiones y que se ha avanzado en algunas cuestiones pero, sin embargo, no ha sido suficiente para aupar a los museos por encima del borde del agua. Si es que parece que apenas hacen pie y boquean entre saltitos para seguir respirando, lo cual no parece ser una situación deseable porque todos sabemos que al final te cansas y solo queda volver a un lugar seguro o ahogarse. En ambos casos tragas.

Asegurada la custodia y tratamiento de las colecciones de los museos, así como la protección de su personal gracias a la excelente labor de las autoridades sanitarias y el compromiso de sus dirigentes, y garantizadas unas condiciones seguras de visita sobre la base de la profesionalidad de sus trabajadores y la responsabilidad de los visitantes, hemos visto cómo en cuestión de pocos meses se ha pasado de lanzar el mensaje #LaCulturaEsSegura a cerrar los centros museísticos y otros centros culturales. Esto no ha sido así en todas partes, lo que únicamente demuestra que no existen soluciones universales contra las crisis y que los criterios de apertura o cierre de establecimientos mudan de una administración a otra o, simplemente, que sufren los embates de posturas más desafiantes que racionales y, lamentablemente, los vaivenes de la acción política o el furor arrebatado de la red social.

Particularmente no entiendo cómo se puede pensar que un museo es actualmente un lugar con alto riesgo de contagio. Suelen tener amplios espacios, los aforos están muy limitados, las medidas sanitarias (mascarilla, gel, distancia interpersonal…) son obligatorias, se siguen los protocolos apropiados y existen auxiliares de sala que controlan las circulaciones, de modo que pueden impedir la coexistencia de demasiados visitantes en una misma zona. Lo mismo pasa en lo que se refiere a los encuentros, conferencias, talleres o conciertos que alojan. ¿Entonces? ¿Por qué se cierran estos centros? Parece ser que se quiere contribuir a reducir el contacto social, pero me da la sensación de que no se ha explicado bien, ni suficientemente, que aun siendo los museos espacios seguros y donde se contemplan todas las garantías, se cierran para eliminar todo vestigio de trato interpersonal (que dicho así suena aterrador). Aunque realmente me da la sensación de que era la única operación que entrañaba un riesgo político asumible, por considerarlo limitado, y que añadía el suficiente impacto mediático como para enmascarar la ausencia de otras medidas (probablemente más previsibles). 

No entiendo tampoco que si lo que se quiere es restringir al máximo la circulación y el contacto se mantengan abiertas otras actividades sociales y se permita la interacción. No está en mi ánimo poner la mirada sobre otros sectores, que no soy de denostar la posición ajena para defender la propia, sino solamente hacer notar que mucha lógica no tiene que un visitante vea limitado su derecho a la cultura mientras se le permite rondar por otros foros en los que nadie parece estar preocupado por la seguridad del de al lado. Fiar el control del contacto social a la responsabilidad individual parece una quimera cuando vemos que esta medida es la menos responsable de todas y la más individualista.

Pero lo que realmente me tiene preocupado es ver algunos alegatos que dicen que tan “marginal” es el beneficio del cierre de los centros como el daño al sector. Creo que en el fondo de esas afirmaciones se encuentra latente la eterna consideración de la cultura, en este caso de la visita al museo, como una simple mercancía donde sus beneficios solamente se miden en términos económicos.

Si algo ha traído esta pandemia ha sido la constatación de que la cultura es un bien esencial y que sus beneficios ni son sacrificables ni se pueden colocar al final de la lista. La cultura, en sus numerosas manifestaciones, nos ha acompañado durante esta amarga procesión que transitamos entre positivos y fallecidos. En lo que llevamos de pandemia las creaciones culturales han iluminado espacios sombríos, han proporcionado entereza a las almas dolientes o han ayudado a dominar la desesperación. Pero igualmente han alegrado el espíritu y el ánimo, han generado relaciones y compromisos a través de dispositivos digitales, o incluso de balcón a terraza, y han evidenciado que la cultura se encuentra siempre cercana y que solamente puede entenderse si proviene del propio cuerpo social. Que únicamente es factible como expresión conjunta, mediante la fusión de sensibilidades y reflexiones, en un entorno libre, abierto y participativo. Así que al cierre temporal de los museos nunca se le puede considerar como algo marginal, que es lo mismo que decir que son algo secundario, accesorio o insignificante y que los daños a algo ínfimo, ínfimos son.

Otra cosa a tener en cuenta. La medida de cierre viene acompañada por la proclama de que es posible suplir la actividad presencial mediante una oferta online diversa (lo que es una redundancia porque diversas son las ofertas de los centros), gratuita (lo que de significar algo sería que quien sufre las consecuencias puede ser el sector creativo) y de calidad (estaría bueno que no lo fuera). En definitiva, un discurso grandilocuente y vacuo que elude admitir que escasea la estrategia digital y que solamente se está retrasmitiendo la actividad presencial. Que la retransmisión no sea por televisión o radio únicamente expresa que se ha ampliado el número de plataformas que permiten el acceso a la misma.

Internet está llena de estudios y valoraciones sobre cultura digital, así que no es preciso ahondar en el tema. Lo que sí parece necesario es darse cuenta de que no se debe confundir la mera trasposición en línea de una actividad presencial con crear o producir actividades digitales y considerar que una oferta digital se hace para reemplazar en lugar de para complementar. Los formatos, contenidos, plataformas, tiempos, lenguajes, públicos u objetivos no son los mismos y, además, este desconcierto implica riesgos añadidos. Entre ellos hay que destacar el riesgo de precarización de los profesionales, porque al reproducir una y otra vez las creaciones se puede restar valor a la creación y vulnerar el trabajo. A ello se puede añadir que los públicos consumidores son distintos y que su comportamiento es desconocido, como lo es la forma en que debe abordarse su comunicación y promoción; de modo que al intentar atraerlos sin criterio no conseguimos fidelizarlos y, por el contrario, podemos perder a los que ya teníamos en el ámbito presencial. Y no dejemos al margen a la siempre olvidada brecha digital, que parece que no nos queremos enterar de que no todos los ciudadanos tienen garantizado el acceso a equipamientos y de que hay muchas limitaciones en cuanto a la utilización y comprensión de los mismos. Y si además pretendemos limitar la evaluación de estos desempeños a las magras cifras de usuarios, estaremos haciendo una evaluación incompleta, lo que es ineficaz, ineficiente y quizá inservible para los propósitos públicos, y que solamente satisface al juicio lisonjero de la prensa.

En definitiva, si queremos ponernos un poco al día es preciso que los museos empiecen a crear nuevos contenidos para la nueva comunidad digital y eso no se hace a base de estacazos de streaming. Y para ello no es menos importante proporcionar nuevas estructuras de trabajo porque, no nos engañemos, la pretendida explosión de actividad digital deviene en la mayoría de los casos de la emergencia coyuntural de distraer recursos de otras áreas o competencias, o de una impuesta consigna de trabajo que devolverá a los centros a sus cauces habituales en cuanto acaben las restricciones de turno a la movilidad. “Las gallinas que entran por las que salen” es también una verdad absoluta en los museos.

No nos engañemos, el paisaje actual de los museos evoca al resultante del impacto de una bomba nuclear, de un tsunami, de un terremoto violento. Cuando museos públicos cierran o no alcanzan los ingresos suficientes para sostener su actividad, cuando solamente retienen el 30 por ciento de sus visitantes, cuando solamente nos fijamos en los grandes ballenas para hacer categorías de las excepciones y abandonamos al débil, cuando la carrera por la supervivencia se intuye a costa de otros, es necesario que nos demos cuenta de que esta crisis no es un paréntesis que permita volver a casilla en la que te encontrabas antes de empezar. Sobre todo porque, precisamente, el concepto actual de museo ya se encontraba en cuestión cuando la COVID-19 no había aparecido. Ahora ya no bastan planes de contingencia sino que estamos a expensas de que se aplique la política museística valiente, eficaz, sostenible y solidaria que ya se ha demandado otras veces.

Por supuesto no nos sirve el aforismo de que no hay que hacer mudanza en tiempos de tribulación, sino que es precisamente ésta la que nos empuja a transformar el museo. Y en esa ocupación debemos centrarnos y arriesgarnos, salvo que queramos ser el siervo que enterró el talento.

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